La sensación de los Premios Lola 2014 arriba finalmente a nuestras salas comerciales luego de su paso por el reciente Festival de Cine Alemán que contó además con la visita de su protagonista.
Victoria se inscribe en esa tradición del cine alemán que busca permanentemente la vanguardia.
En su cuarto film como director, el también actor Sebastian Schipper, bucea por los riesgos estéticos y, en definitiva, narrativos; desafiando al espectador a ubicarse en un polo o el opuesto.
Ciento cuarenta minutos es lo que dura Victoria; dos horas y veinte minutos, y un solo plano, por supuesto, en tiempo real, ubicado en la medianoche frenética de Berlín, casi siempre con cámara en mano, y/o realizando un exceso de los primerísimos planos.
Victoria es el nombre de su protagonista (Laia Costa), una veinteañera española que se encuentra viviendo hace tres meses en Berlín, y entre la típica adaptación, por las noches se enamora de la ciudad bailando, sola, en una discoteca.
Ella ama el ritmo berlinesco; y Berlín, o Schipper, la ama a ella. Destello de luces de neón, láseres, planos muy detallistas; no hay necesidad de apurar. Calma que, en ese entonces parece frenesí.
Más tarde ella se cruzará con un grupo de jóvenes, uno de ellos cumple años y están de festejo. Ella parecía irse con su bicicleta, pero no, la noche recién empieza.
Victoria hace un quiebre y de ese calmo frenesí se ira in crescendo a un clima extraño, entre este grupo de amigos y ella. Tensión, drama, sugestión; lo que sí, el frenesí no culmina nunca, sólo cambia de esencia.
Schipper sigue al conjunto con una cámara subjetiva, adentrándose entre ellos, mezclándose y haciéndonos sentir que somos uno más con alguna copa encima.
¿Qué es lo que sucederá? ¿Cómo cambiará la vida de la joven de acá en más? Para eso habrá que seguir su periplo de 4 a 7AM.
Victoria es un film que fascina, que transmite varias de las emociones de su protagonista, que por momentos parece una carta de amor Berlín y por otros una advertencia.
Pero también es un experimento, indefectiblemente importa más el plano extentisísimo y ver sino se corta y cómo lo sostiene, que lo que se cuenta. Argumentalmente pareciera una premisa sobre la cual los intérpretes improvisan.
Hay ciertas contradicciones, si por un lado la impronta estética subyuga tanto que no permite alejar la mirada de la pantalla; su duración y un exceso de recursos que afecta contra la sensibilidad óptica del espectador nos obliga a hacerlo.
Laia Costa se carga el asunto ella sola y está a la altura, hay tanto de magnetismo en ella como en el film. Un film que se deglute a sí mismo; que atrae, quizás primero por una curiosidad y luego en buena ley; y a su vez, ese mismo efecto atractivo es el que lo encorseta, y no lo deja fluir con mayor vitalidad. Adéntrese si se atreve.