Noche de locura en Berlín
La cuarta película del alemán Sebastian Schipper, Victoria (2015), comienza de manera potente con un shock de flashes luminosos y el ritmo de una música electrónica enloquecedora. Elementos que nos indican que dirección va a tomar el relato. Desde los primeros segundos, el director nos sumerge en la cautivante noche berlinesa. Victoria (Laia Costa), una joven inmigrante española afincada en Berlín baila, y el éxtasis provocado por la música se le nota en su rostro que late, potente e irresistible.
Cuando sale de la jungla danzante para irse con su bicicleta, Victoria se deja seducir por un grupo de muchachos que le proponen seguir con la fiesta en plena calle. Sonne (Frederick Lau), Blinker (Burak Yigit), Boxer (Franz Rogowski y Fuß (Max Mauff), ya borrachos, son amigos desde siempre y viven la ciudad como si fueran sus dueños. Victoria los sigue sin ningún tipo de condicionamiento. Roban algunas bebidas y suben hasta la terraza de uno de los edificios más altos de la ciudad. La noche es de ellos, al igual que Berlín, se sienten amos y señores. La química entre Victoria y Sonne es cada vez mayor, ven que ya no pueden despegarse. Y el espectador quiere también quedarse con ellos, ya que, en cierta manera, forma parte de ese grupo al que sigue de cerca.
Es precisamente eso, ya que desde el inicio, vemos la misma secuencia nunca interrumpida. Como Victoria, el espectador pasa a ser un integrante más de este grupo de manera completamente natural. Mientras, lo que parece al principio cine de observación se convierte en un vertiginoso tour de force. Encaminado en un principio hacia una historia de amor entre jóvenes rebeldes, Victoria gira de manera violenta y se convierte en un frrenético thriller cuando Boxer anuncia a sus compañeros que debe robar un banco para cumplir la promesa que le hizo al mafioso que lo ha protegido en la cárcel. La aventura nocturna se convierte en una epopeya épica llevada de la mano del asombroso virtuosismo de Sebastian Schipper y su director de fotografía Sturla Brandth Grøvlen. Sin hacer trampas (la película es un verdadero plano secuencia sin ningún corte), y sin que uno se dé cuenta nunca, la cámara hace acrobacias entre discotecas, bancos, cafeterías, edificios, autos robados, calles, persecusiones, tiroteos, enfrentamientos con la policía y un hotel de lujo.
Finalmente, la potencia de la primera escena anuncia de manera bastante perfecta todo lo que va a seguir: la manera en la que la película atrapa totalmente al espectador y en la que le afecta casi físicamente, pero sobre todo la total credibilidad de esta historia en tiempo real, tan potentemente realista que es incluso más fuerte que la realidad. Aunque al final uno se pregunte como hicieron para vivir todo eso en dos horas y cuarto.