La protagonista es encantadora, el trabajo de cámara admirable, pero este film alemán es una especie de huevo kinder cinematográfico: más allá de su forma no hay prácticamente nada en él, apenas un juguete diminuto que evoca livianamente a varios géneros en un mismo film.
Inesperadamente, se volvió un tema público. El buen decir y los modos de expresión adquirieron una relevancia inusitada: importa qué y cómo se dice. Esta lección cívica del momento ha sido un problema fundacional del cine desde sus inicios: algo se dice, una experiencia se escenifica y para ello se elige una forma. El cine ha sido siempre aristotélico: una película es inexcusablemente materia y forma; se define como tal en esas dos variables. Un argumento y su desarrollo, plus una poética que lo ordena.
La forma elegida por el director alemán Sebastian Schipper es el plano secuencia. Un único plano se extiende aquí por 138 minutos, y eso es Victoria. En efecto, el tiempo de la toma es el de la película; ningún corte en el registro, lo que no significa que no existan las pausas. Una melodía cadenciosa suele intervenir como respiro y separador. Termina un capítulo, empieza otro. Así, el sonido contradice convenientemente la duración, o produce un falso corte en el relato. La proeza: sostener el relato en el espacio, recorrer este último como un escenario infinito y hacer entrar y salir a los personajes, quienes se desplazan por las calles, las discotecas y las azoteas de Berlín. Schipper y su virtuoso camarógrafo Sturla Brandth Grøvlen se lucen: el espacio es como un animal domesticado que les responde en todo.
Pero la superioridad formal de un cineasta no es canjeable por su indigencia conceptual. Un formalismo gaseoso viene aquí a conjurar un poco la insignificancia de la trama: una chica española llamada Victoria, que vive desde hace unos tres meses en Berlín, conoce a un par de chicos alemanes durante una fiesta nocturna en una disco y termina involucrándose con ellos hasta participar en un robo con consecuencias indeseadas. Entre los dos hermosos instantes del inicio y el final, el de su silueta siguiendo el compás de la música en un elegante desenfoque, y su caminata última mientras deliberadamente se oyen los sonidos de la mañana de un día cualquiera, pasan muchas cosas, aunque entre los personajes los lazos existen por decreto de un guión negligente. El estereotipo fagocita la personalidad de los intérpretes, la acción, que se pretende ingeniosa, o al menos impredecible, no es menos que una sumatoria de tópicos de manual.
Si el film impresiona bastante es solamente por el vértigo del sedicente registro y el kilometraje que el camarógrafo y los actores recorren durante dos horas y minutos. Filmar así, en la actualidad, es un poco más fácil, pues la luz natural (nocturna) es solidaria con la cámara digital y las formas de captura del sonido. La clave estriba en cronometrar los movimientos y tener buen ritmo en el propio registro. En eso Schipper se impone y su seducción conquista.
Pero sucede que el cine es forma y materia, y aquí la prepotencia de la forma casi opera como un trance fugaz que debilita cualquier exigencia narrativa que pida mayor equilibrio entre el virtuosismo y la trama. La afectación se viste de gala, y por momentos creemos que se trata de buen cine.