Que siga el circo.
“El problema de Italia no es Berlusconi, sino los italianos. La sociedad está enferma” expresó hace un tiempo Umberto Eco. Videocracy coincide con este postulado e intenta bosquejar las causas de tal patología colectiva. Toda vez que Silvio Berlusconi da muestras de su poder absoluto, allí está la televisión para que el pueblo, consciente o inconscientemente, le profese un amor incondicional. Primer ministro de Italia, propietario del equipo de fútbol más popular y de los tres multimedios más prominentes, fascista autodeclarado, mujeriego empedernido, mafioso de primera categoría, ya nada de lo que pueda decirse acerca de sus andanzas sorprende en ninguna parte. La revolución cultural y política del rayo catódico sobre la que “Il cavaliere” construyó su imperio, afirma el director Erik Gandini, comenzó hace unos treinta años. Lo primero que se ve es una grabación en blanco y negro de un viejo quiz show nocturno. Por cada respuesta correcta de los participantes una mujer se desnuda. Es el huevo de la serpiente. A partir de este momento, ya nada volverá a ser igual.
Videocracy se vale de todos los recursos que puede ofrecer un documental: narración en off, entrevistas, fotografías en primerísimos primeros planos, música de suspenso y un abundante archivo de ese material televisivo con el que se construyen los sueños. Mujeres voluptuosas bailando lascivamente alrededor de septuagenarios presentadores, audiciones públicas a las cuales asisten hermosas jóvenes con ansias de ser estrellas y casarse con un futbolista (y también, por qué no, hacer carrera en la política bajo el ala protectora de Berlusconi), son postales características de un axioma ineludible: para ser alguien hay que estar en televisión. Gandini introduce a los patéticos personajes que desean integrar ese mundo glamoroso pero nunca lo logran –un karateca que canta canciones de Ricky Martin, una anciana gorda que hace números de strip-tease– así como, en el otro extremo, a los que manejan los hilos del jet set –un agente de talentos amigo de Berlusconi que idolatra a Mussolini, un paparazzi pendenciero que se autodenomina el Robin Hood moderno por robar a los ricos y quedarse con el dinero–. En otras palabras, se nos muestra a los gerentes del circo, a sus empleados y a su público. También se nos muestra al dueño, pero sin decir gran cosa al respecto.
No se advierte en Videocracy una intención de análisis sobre el oscuro móvil que une poder y televisión. Todo comentario tiene lugar en la superficie farandulera y bizarra de estos fenómenos. Por momentos todo se torna demasiado obvio, y resulta inevitable asociar aquello que nos muestra Gandini con lo que, en mayor o en menor medida, ocurre en todas las sociedades mediáticas de occidente, incluyendo la nuestra. El interés por el efecto social de los escandaletes televisivos, la prensa amarilla y los reality shows prevalece allí donde eventualmente se podrían haber explorado más a fondo otros tópicos, por ejemplo, esa fascinación fellinesca, misteriosa y ligeramente repugnante que sólo puede despertar la increíble figura de Berlusconi entre los italianos. No casualmente los momentos más logrados de la película lo tienen a él como protagonista involuntario.
Con todo, la exposición de la Italia televisiva que propone Gandini no deja de ser, en cierta forma, turbadora. Es la tierra que supo engendrar al Renacimiento y que cinco siglos después parece haberse convertido en una nación decadente y retrógrada, con una sociedad cada vez más ignorante. Si, una vez asimilada esa impresión inicial, trasladamos esta cuestión a la realidad argentina, donde un espécimen como Francisco De Narváez logró ganar una elección importante gracias a sus apariciones en el show de Tinelli, quizá podamos valorar un poco más a Videocracy y, acaso, tomarla como una advertencia –una más– sobre la amenaza que representa la asociación entre medios y política, una amenaza que no por obvia resulta menos alarmante.