"Viejos": en una playa junto al mar
La nueva realización del director de "Sexto sentido" parece un remedo tardío de las primeras temporadas de "Lost", con dosis aún mayores de fantasía y capricho.
¿Qué tan distinto hubiera sido todo si, en lugar de la seriedad y la circunspección, Shyamalan hubiera narrado esta historia disparatada de manera menos solemne?
No debe ser fácil estar en la piel de M. Night Shyamalan. Tenía casi 30 años y dos películas previas cuando Sexto sentido (1999) lo catapultó a la fama internacional y le dio luz verde para hacer lo que se le cantara. El público aprobó (es uno de los pocos directores que llegó al primer puesto de la taquilla en tres décadas distintas), hasta que dejó hacerlo. Es así que, después de El protegido, Señales y La aldea, siguió una filmografía pantanosa, capaz de ir de una espiritualidad entre religiosa y ecofriendly (La dama del agua, El fin de los tiempos, Después de la Tierra) al delirio absoluto (El último maestro del aire). La vuelta a las fuentes con Los huéspedes (2015) pareció abrir una nueva faceta para Mr. Noche, incluyendo por primera vez la posibilidad del humor. Pero con Fragmentado y, sobre todo, Glass volvió al cine solemne y de auto asumida importancia. ¿Qué haría Shyamalan en Viejos? ¿Cuál de sus múltiples personalidades timonearía su última película?
M. Night Shyamalan es de esos directores encerrados en sí mismos que piensan que todas sus ideas son geniales. Un artista enamorado de sí mismo: nada nuevo bajo el sol. Las huellas de su estilo (climas enrarecidos, una trama hecha de detalles que podrán o no resolverse, personajes enfrentados a situaciones sobrenaturales sin explicación, un minucioso trabajo de montaje y sonido, la vuelta de tuerca final) se mantienen en plena forma. Sí llama la atención su incapacidad para calibrar el tono con lo que cuenta, pues con los créditos llega la pregunta de qué tan distinto hubiera sido todo si, en lugar de la seriedad y la circunspección, hubiera narrado esta historia disparatada de manera más descontracturada, mucho menos solemne de lo que lo hizo. Como La dama del agua y Después de la Tierra, Viejos es una película clase B no reconocida como tal, un remedo tardío de las primeras temporadas de Lost –las que reinaba el misterio y no el caos– con dosis aún mayores de fantasía y capricho.
Habituado a los cameos o los roles secundarios en sus películas, el indio se reserva aquí el papel del chofer que lleva a los protagonistas a la playa paradisíaca donde transcurre la acción, como si quisiera dejar en claro que el conductor, el dueño de los destinos de Viejos y de sus criaturas, es solamente él. A esa camioneta se sube una familia que intenta dejar atrás sus problemas con unas vacaciones en un hotel de lujo. Papá se llama Guy (Gael García Bernal) y es un actuario obsesionado con calcular el riesgo y la probabilidad de todo; mamá es Prisca (Vicky Krieps), trabaja en un museo y está enferma, una noticia que los pequeños Trent y Maddox desconocen. En un desayuno a todo trapo, el gerente propone una excursión a una playa de arenas blancas, agua transparente y corales. Aceptan sin dudarlo, lo mismo que un médico algo chiflado con su esposa, la hija de ambos y la mamá de ella, y una pareja.
Una vez en la costa, descubren la presencia de un rapero famoso no muy predispuesto a la sociabilidad. La compañía de este muchacho es una mujer que entra a nadar y nunca más vuelve. O sí, pero gracias a la marea y flotando boca abajo. Apenas después, los chicos ya no son chicos sino preadolescentes. Y, más tarde, jóvenes adultos. Una herida que se cura al instante y la aparición de achaques físicos repentinos validan lo que el grupo suponía imposible: que cada media hora allí equivale a un año de vida. Todo se vuelve peor cuando se descubran atrapados y observados desde las alturas por el director-chofer-controlador, una idea que Shyamalan debería tratar en terapia.
Uno a uno irán cayendo los veraneantes, al tiempo que la temporalidad acelerada genera una acumulación de situaciones bizarras que incluyen un embarazo y nacimiento. Tantas situaciones hay, que nadie se pregunta por qué pasa lo que pasa ni tampoco mira hacia atrás para poner en perspectiva el pasado, clausurando así toda posibilidad de reflexión sobre el tiempo. A Shyamalan le interesa el concepto, el “qué pasaría si metemos gente en una isla donde envejezcan rápido”. Cómo convertir una buena anécdota en una buena película es otra cuestión.