Pocos actores, bajo presupuesto, una locación y un resultado sorprendente. El que logra el director de Krisha con esta película, sobre el terror más que de terror, en torno de una familia que sobrevive encerrada en una casa, en medio del bosque, en un mundo posapocalíptico. Película de cámara, filmada con una inteligencia, un buen gusto y una elegancia notables, no explica qué fue lo que pasó, prescinde de contexto. Lo que está claro es que el afuera el peligroso y nadie puede fiarse de nadie. En cambio, Viene de noche abre con aquello que se teme en primer plano, el de un hombre enfermo, y querido, que debe ser sacrificado. Es una pérdida para esta familia compuesta que queda en tríada: padre, madre e hijo adolescente, empeñados en mantener las formas que más se parezcan a aquello que los sujeta a una vida normal: comer juntos lo poco que hay, repartir las tareas de la casa, jamás abrir la puerta roja que da al exterior y nunca salir de noche. Una intimidad desquiciada y claustrofóbica que conserva, como en un frasco, cierto espacio para lo humano. Hasta que llega un extraño, que también tiene una familia. Su presencia impone un verdadero ejercicio de conciencia, la confianza y la sospecha batiéndose a duelo. Viene de noche es una experiencia estética: además de sus notables intérpretes, vibrando entre la violencia estallada, el estado de pánico permanente y las pocas reservas de ternura (y cordura) y el magnífico uso del fuera de campo, la fotografía compone una imagen de intimidad y calidez hogareña, usando con inteligencia las pocas fuentes de luz que tiene esta gente para verse -y no verse-. Como comentario político sobre los tiempos paranoicos que corren, de sálvese quien pueda, Viene de noche sacude con la contundencia de un mazazo en la pared en plena noche silenciosa.