Una suerte de combinación estéticamente elegante y sutilmente poética entre documental y ficción, la nueva película del director de DOMESTICAS se mete en un mundo casi desconocido –un pequeño pueblo nordestino en Brasil, dedicado a la plantación de cocos– para explorar, en principio, las vidas y la relación de una joven pareja en su cotidianeidad, que va de ir al medio del mar a pescar, explorar las profundidades del océano y tomar sol (la primera escena combina todo eso más un clásico punk como “Kill Yourself” de Lewd y la prueba de que la Coca-Cola serviría como bronceador), para de ahí pasar a recolectar cocos y a tener relaciones sexuales arriba del camión con el que los transportan.
Pero esa especie de idílico paraíso tiene sus complicaciones que de a poco van dejándose ver. Shirley no parece muy contenta de tener que estar ahí cuidando a su abuela anciana y a la señora tampoco le cae simpático, bueno, haber llegado a esa edad tan maltrecha. Jeison, en tanto, que parece más relajado, se topará con un par de novedades que le irán haciendo perder esa inocencia que, más que por la edad, le viene por el medio ambiente en el que vive. Primero encuentra una calavera en medio del mar y, poco después, un cadáver reciente flotando en el agua, que puede ser (o no) de un sonidista que ha pasado por el pueblo grabando los particulares sonidos que hace el viento en ese área.
El filme será la exploración, de parte de Mascaro, de ese cambio de actitud en la vida de Jeison, que pasará a obsesionarse por la suerte de ese cadáver al punto de cuidarlo y limpiarlo mientras lo deja a la vista de todos a la espera de la policía que nunca llega a investigar qué pasó. Y, en un sentido más profundo, a obsesionarse con la muerte y la finitud en general (simbolizado en ese misterioso y ululante “viento de agosto” que acecha al Paraíso), en medio de ese lugar en el que parece que uno podría estar exento de ese tipo de preocupaciones.
La sensación se va adueñando del tono de la película, que es siempre una mezcla de documental y ficción (personas reales y algunos actores interactuando en situaciones, en apariencia, algunas más guionadas que otras) y que se va volviendo más oscura dramáticamente con el paso de los minutos. A la vez, la desatención completa de las autoridades respecto a lo que pasa allí le deja en claro a Jeison y a los espectadores no solo el abandono del lugar sino el desinterés que tiene para el resto del mundo las vidas y las muertes de quienes viven o pasan por allí.
Con una enorme elegancia para la composición de cada cuadro que siempre impactan aunque por momentos peque de excesivamente cuidada y algo preciosista, VIENTOS DE AGOSTO funciona como una suerte de poema tonal con algo del cine de la japonesa Naomi Kawase, en la forma en la que la combinación entre naturaleza y muerte genera su propio tipo de particular poética visual y narrativa. Un bello y finalmente angustiante filme.