Claroscuros
El brasileño Gabriel Mascaro había demostrado su capacidad de observación en los documentales Um lugar ao sol y Doméstica, y la virtud de no interferir con argumentos sociológicos fáciles. Eran los mismos personajes quienes manifestaban, en todo caso, su conciencia (o no) de clase. En Vientos de agosto se sumerge en el terreno fronterizo con la ficción y construye una película ambientada en un pueblo brasileño de Pernambuco que parece paralizado en el tiempo.
Shirley y Jeison transcurren sus días en una rutina laboral que no está exenta de placer. Los cocos que recolectan pueden ser un buen colchón para hacer el amor y la pesca de moluscos una oportunidad para tomar sol y broncearse con gaseosa. Pese a las condiciones de vida, la luminosidad del lugar atravesado por el azul del mar y del cielo (captados sensiblemente en ángulos variados por la cámara) aparenta una cierta calma edénica. No obstante, llegan los vientos, la marea sube y entonces vienen las rupturas. Un sonidista (el propio Mascaro) altera ese orden con sus intervenciones para registrar los ecos de la naturaleza. Es el momento en que el film entra en el terreno de la indefinición, concentrándose en segmentos de tiempo y espacio.
La otra ruptura es argumental: el descubrimiento de una calavera y luego de un cadáver, hace que nos replanteemos la mirada inicial y nos hagamos algunas preguntas inquietantes. Los planos se tornan oscuros, ciertas dosis de humor negro son insertas conjuntamente con el misterio que invade al joven Jeison en torno al cuerpo hallado.
En una lectura más detenida, quizás, se pueda establecer un nexo entre este pequeño universo retratado y las cuestiones cruciales que son el centro de las reflexiones en Brasil, como en varios países de Latinoamérica: la identidad, la memoria y los desencuentros entre la tradición y el progreso.
Pese a la pérdida del tono narrativo, Vientos de agosto se sostiene visualmente con solidez poética.