Cuando Jeison descubre una calavera en el lecho del mar, durante otra tarde de buceo, la desfila haciendo notar el diente dorado al raleado pueblo costero, hasta que un anciano la identifica. Zé Pereira se llamaba su ocupa; era un anciano cuando este anciano tenía doce años. “No está en el cielo ni el infierno”, dice, “sino en el mar, adonde fue arrastrada su tumba”. A partir de entonces, a Jeison le agarra una obsesión: se toma a pecho la tarea de impedir que otras tumbas sean arrastradas; toma precaución para que haya una plaga de almas navegantes, como la de Zé Pereira. Levanta empalizadas de arena junto a las tumbas costeras, y la obsesión llega al paroxismo cuando aparece un muerto en estado de descomposición, que Jeison cuida con elevado grado de obscenidad, esperando que algún día la policía se notifique en aquellas playas abandonadas de Dios.
Vientos de agosto comienza como un registro casi documental en las vidas de Shirley (Dandara de Morais) y su pareja Jeison (José Dos Santos). Ambos viven de la pesca y de recolectar cocos, que un codicioso empresario del noreste compra solo si los camiones llegan rebalsando. Pero el novel director Gabriel Mascaro induce poesía en ese engañoso registro virgen. En la lancha, mar adentro, Shirley toma sol y se echa encima una lata de Coca, mientras suena punk rock. Alguien de la ciudad (Mascaro) llega con un equipo para registrar vientos del lugar; esos registros, que se oyen en el film, amplifican los sonidos del mar y de la selva. Y la obsesión de Jeison se vuelve algo desopilante, cúspide del don de Mascaro para arrancarle gracia y candor a un film esencialmente naturalista. Un film seductor, para volver a ver cada tanto.