A medida que se acerca el día de su casamiento, Magdalena va entrando en un estado de conciencia que la lleva a percibir la cotidianidad de su pueblo de otra manera. Vive un proceso de extrañamiento que convierte a lo habitual en raro, incomprensible, ominoso. Siniestro.
Con una sensorialidad deudora del cine de Lucrecia Martel, la opera prima del cordobés Luis María Mercado está construida a partir de este cambio en la percepción de la protagonista. La mayor parte de las escenas presenta varias capas visuales y sonoras: mientras algo sucede en la superficie, detrás también están ocurriendo cosas, tal vez más significativas. Una mirada, un gesto, un murmullo, una conversación: como si a Magda (buen trabajo de Rita Pauls) se le hubiera caído la venda que le bloqueaba los sentidos, todo puede tener un significado distinto al acostumbrado.
A través del desconcierto de la protagonista, vemos una sutil descripción del clásico pueblo chico/infierno grande donde todos conocen la vida de todos y el chimento está a la orden del día. Sin necesidad de trazo grueso,Vigilia en agosto pinta el mundillo de una localidad cualquiera de la pampa gringa. La cámara desnuda el orden jerárquico social dominante, que no es patrimonio exclusivo del interior, pero en esos rincones provincianos queda más expuesto. Los dueños de la tierra están por encima de quienes la trabajan y los hombres por encima de las mujeres, con roles definidos a la vieja usanza patriarcal.
En esa comarca sojera donde el rugido de las 4x4 convive con el silbido del afilador, el catolicismo y la curandería trabajan a la par para tender su manto de hipocresía y pacatería. Pero la proximidad de su boda hace que algo en Madga se quiebre y su sexualidad reprimida emerja a la superficie. Lo que todos a su alrededor creen embrujo o enfermedad no es más que un nuevo capítulo de la eterna lucha entre el deseo y las convenciones sociales.