Con casco y sobre ruedas
El cine argentino no conoce otra obra como la de José Celestino Campusano. Su cine bruto propone un método de trabajo poco transitado hoy en día y a la vez sus obras respiran una fuerza y una vitalidad fundamentales. Sin embargo, siguen siendo poco conocidas en el panorama nacional. Acá, un humilde intento de hacer correr la voz.
Campusano, con su productora Cinebruto, dirigió hasta ahora (además de cortometrajes y codirecciones) tres largos: Legión, tribus urbanas motorizadas, de 2006, un documental en el que retrata ese mundo sobre el que va a volver en Vikingo; Vil romance, de 2007, historia de amor homosexual con camperas de cuero; y ahora Vikingo. A pesar de los premios que recibieron en distintos festivales del mundo, en Argentina no se vieron mucho.
Cinebruto sigue una ideología: filmar en lugares reales con no actores que (si bien pueden interpretar una ficción) actúan, digamos, de sí mismos. El nivel de elaboración se mantiene en un mínimo y el guión (que puede existir como estructura) nunca funciona como cárcel de hierro, sino que busca liberar la palabra espontánea del protagonista y se alimenta de la improvisación. En un proceso de filmación muy largo, la cámara quiere entrar en una realidad cotidiana, filmar como si ella no existiera un mundo que transcurre frente a ella. Esta propuesta, por supuesto, acerca mucho este cine al documental (el primer largo de Campusano, como dijimos, fue un documental) y tiene el mérito de reflejar espacios y personajes que quedan normalmente al margen del cine argentino. Pero Vikingo vale por más que por ser un reflejo de esa realidad conurbana.
Esta es una película de ficción y eso supone un esfuerzo por contar una historia, por narrar un sentido que va más allá de simplemente filmar lo que pasa; Vikingo busca también filmar aquello que podría escapar a la mirada documental, esa realidad un poco más escondida, la realidad simbólica de estos personajes. Por eso expone una historia inventada para la cual debe recurrir a diálogos pautados en los que los protagonistas dejan expuesta su cualidad de no actores. Este puede ser el punto más difícil para ciertos espectadores: pasar por alto ese lado "bruto" de las actuaciones. Pero es la propia película la que nos lleva más allá de eso.
El argumento es simple y fluye con el ritmo de la cotidianeidad: un día Vikingo encuentra en su barrio a un hombre con su moto, que parece desesperado y lleva un tiempo sin comer. La simpatía es inmediata: Vikingo ve primero la moto y reconoce a un hermano. Movido por la compasión, le ofrece a Aguirre un poco de comida y, después, le abre las puertas de su casa sin preguntarle nada. Se desarrolla entonces el vínculo entre este hombre (cuya historia iremos descubriendo) y Vikingo y su familia. Dentro de la familia de Vikingo se encuentra su sobrino, hijo de una hermana que murió. Él lo cuida e intenta educarlo, pero el chico entra en contacto con una banda que fuma paco y comete diversos crímenes. La tensión más fuerte se va a dar entre esta banda de jóvenes drogadictos y sin códigos y la tribu de Vikingo, un mundo cargado de valores de fidelidad y respeto (marcados también por la violencia). La historia de amor, la historia de fidelidad y la historia de la pérdida de los valores en la brecha generacional se ven salpicados por hermosos momentos de ocio, en los que la tribu de motoqueros se junta para escuchar música, bailar, tomar, incluso para una orgía. Un striptease en alpargatas, un tango con ritmo de rockabili y una charla de familia con asado están entre los mejores momentos de la película.
El ritmo de pasto y calles de tierra se corta cada tanto con las motos. Las motos son, por supuesto, las grandes protagonistas: están siempre, como vehículo, como símbolo, como tatuaje, como mobiliario, como lecho de orgía, como lugar de trabajo, como espacio de indentidad. El final sobre la ruta clausura de forma perfecta todo el sentido de esta gran película.