Quemar las naves, vivir en puro tiempo presente
Hartazgo, insatisfacción, incomodidad existencial son algunas de las razones que empujan a la protagonista del film a desaparecer de su vida previa para empezar una nueva, en una isla del Mediterráneo que trae el recuerdo de La aventura, de Antonioni.
“Se acabó”, dice Eliane a poco de comenzado el film. Y su decisión no podría ser más drástica. No se trata de que viera a su pareja, con el que lleva conviviendo quince años, besándose con otra mujer. No, ella misma lo reconoce. Si fuera solamente eso, sugiere, sería una banalidad. Se trata –aunque nunca se enuncia– de algo más profundo: de un sentimiento indeterminado pero muy intenso, una sensación de hartazgo, de insatisfacción, de incomodidad existencial. Villa Amalia, la quinta colaboración del excelente cineasta francés Benoît Jacquot con Isabelle Huppert, es la historia del salto al vacío de su protagonista, de su ruptura con los lazos que la atan con el mundo para emprender una vida nueva, sin compromisos de ningún tipo, sin otro futuro que el más inmediato presente.
Basada en una novela de Pascal Quignard (el autor de Todas las mañanas del mundo), Jacquot ha hecho un film que no tiene, en apariencia al menos, nada de literario. Por el contrario, la puesta en escena es reina, las palabras escasean, las explicaciones huelgan. Al comienzo, el montaje es ríspido, los paneos de la cámara son como bofetadas y los cortes son tan abruptos como las decisiones de la protagonista. Un encuentro fortuito con un viejo amor de juventud (Jean-Hugues Anglade) la empuja a definirse, pero no necesariamente para volver atrás, sino para impulsarse hacia adelante. “Quiero desaparecer”, dice. Y quema todo, sin contemplaciones: cartas, fotos, partituras... A su paso sólo queda tierra arrasada. Ella, compositora y pianista famosa, no duda en dejar un concierto por la mitad, en plantar al público, en abandonar los contratos y las giras. A partir de entonces, Bélgica, Alemania, Suiza, Italia pasan por su vida –en tren, en bus, a pie– con la misma rapidez con que ella se desprende de todo su equipaje, hasta viajar casi apenas con lo puesto, sin lastres de ningún tipo. Cambia no sólo de corte de pelo, sino también de horizonte. Y reemplaza un mar por otro: del melancólico gris de las playas de Bretaña, donde se apaga la vida de su madre, pasa al azul profundo del Mediterráneo, una isla del sur de Italia en la que encontrará su nueva morada, Villa Amalia, un refugio tan inaccesible como ella misma.
En un film que ya inicialmente lleva con fuerza la marca de Antonioni –la alienación, el desorden de los sentimientos, la inestabilidad emocional–, este desplazamiento confirma el diálogo con el cine del maestro italiano. Eliane primero habla de perderse en Tánger, en el desierto (como lo hacía el personaje de Jack Nicholson en El pasajero). Pero esa escarpada isla del Mediterráneo recuerda inequívocamente a La aventura. Y no parece una casualidad que el nombre que ella elige para su nueva identidad sea Anna, el mismo del personaje de Lea Massari en el film de Antonioni, que se perdía definitivamente en una de esas islas. Anna-Eliane en todo caso viene a ocupar ese lugar, a habitar ese viejo misterio.
Isabelle Huppert ocupa a su vez el film con la misma autoridad con que su personaje habita esa casa en lo alto de un risco, ubicada al borde del abismo, en un sentido literal pero también metafórico. “Mirame”, le dice alguien. Y ella responde: “Ya no veo nada”. Y los ojos de Huppert parecen perdidos en algún horizonte lejano, inaccesible aun para ella misma. Su expresión es tan seca y austera como el film todo, pero al mismo tiempo cargada de sentidos y latencias. Esa cualidad perturbadora es la marca distintiva de Huppert, con la que ha atravesado tanto la obra de Chabrol como la de Haneke. Y en manos de Benoît Jacquot –como cuando incursionaron juntos en el universo Mishima en La escuela de la carne–, Huppert vuelve a dar lo mejor de sí, a iluminar la pantalla como un inquietante sol negro.