Hay películas que miran al pasado y otras que miran al futuro. Villa Amalia es de las primeras. Entre muchas películas que optan por trabajar desde el posmodernismo, Jacquot nos construye un relato propio de la modernidad, donde el énfasis está puesto en las metáforas visuales: la construcción de los espacios como un espejo de la vida interior del personaje que está en pleno proceso de cambio.
Anne (interpretada por Isabelle Huppert: Ocho mujeres, La profesora de piano) es una pianista que descubre a su marido dándole un beso a otra mujer. Este hecho detona un proceso de transformación casi irracional: deja su profesión, vende absolutamente todo, le deja la plata a un amigo con el que se reencuentra la noche en que presencia el beso, se cambia el look y parte casi con lo que lleva puesto a un pueblo a orillas del mar. Allí experimenta una vida diametralmente opuesta a la que llevaba, tanto en el sentido del confort (pasa de un piso iluminado y lujoso en el centro de la ciudad a una especie de cabaña-cueva sin electricidad) hasta cambiar sus preferencias sexuales.
Un film que abre interrogantes, pero nunca los cierra del todo. Un cine que apela a lo sensorial y a la capacidad del espectador de armar las piezas del relato con la poca información que se ofrece, y que siempre es ambigua (¿un trauma del pasado, una enfermedad del presente?). Una película con un modo de relatar propio del cine francés, que parecía perdido pero que, cada tanto, regresa.