¿Adónde se han ido todas las flores?
En los papeles, Villegas tiene toda la pinta de erigirse a modo de inventario de una serie de viejos rencores, acaso de miedos, de cuentas pendientes, de sueños rotos: dos primos que hace mucho que no se frecuentan viajan de Capital a General Villegas, en la provincia de Buenos Aires, para asistir al entierro de un abuelo. El esquema del reencuentro podría servir de base a una obra de teatro mala –de hecho, el mismo recurso con variantes más o menos felices ha dado pie, también, a unas cuantas películas, algunas menos olvidables que otras–. Sin embargo, en esta oportunidad, el director Gonzalo Tobal decide ignorar con desenvoltura aquello que podría proporcionarle la excusa para hacer el enunciado prolijo y más o menos rimbombante de esos males enumerados arriba. En cambio, entrega una comedia tristona y vital acerca de un par de grandulones en trance obligado hacia alguna forma incierta de adultez.
Como una especie de equilibrista modesto, coqueteando entre el rigor y la legibilidad mainstream y los raptos de esa sensibilidad un poco retraída, secretamente orgullosa de los universos “indie” representados en la pantalla –los balbuceos adolescentes del rock machacante que suena en el auto de Esteban al principio y al final de la película, que parece sacado de una escena de Ezequiel Acuña; la calidez de coleccionista que se desprende de los discos de vinilo en el cine reciente; el interés levemente aristocrático por los vericuetos de la historia; el porte desgarbado del actor Esteban Bigliardi, así como su expresión de estar siempre medio a la deriva (como le ocurría en Un mundo misterioso, de Rodrigo Moreno), un poco dejándose llevar por lo que le sale al cruce– Tobal encuentra un tono de gran distinción para su película, una musicalidad que podría definirse como de mid tempo. Salvo en una escena inexplicable a los quince minutos de película, que falla por su carácter explícito y su falta de timing, las diferencias entre los dos protagonistas se presentan de un modo extraordinariamente armónico y fluido; la comicidad nunca estalla sino que funciona mediante leves ondulaciones y movimientos de tono siempre casi imperceptibles, que no son producidos por una desconexión sumaria entre los personajes y lo que los rodea sino merced a elementos sorpresivos que se ponen en evidencia al ser integrados al plano, como cuando se los ve al mismo tiempo a Pipa (Bigliardi) charlando confianzudo con los dueños del restaurant en el que paran durante el viaje y a Esteban (Lamothe) mudo e incómodo en un rincón de la mesa. El director explota con oportunidad lo que se adivina como un carácter de camaradería real de los actores para lograr pequeñas joyas de gracia y verdad inesperadas, como en la escena de la ronda alrededor del fuego mientras se prepara el asado, en la que los peones se ponen al tanto con intención jocosa de las novedades en las vidas de esos chicos crecidos. O el saludo casi coreografiado de los dos recién llegados al resto de los deudos en la casa donde tiene lugar el velorio del abuelo.
Tobal filma el campo y a sus habitantes con una sobriedad melancólica, a mitad de camino entre el desapego ciertamente elegante de un director que aspira a ser moderno, y por lo tanto reniega como de la peste de cualquier rastro de cosa que huela a costumbrismo, y la emotividad genuina, hecha de minúsculas percepciones repentinas, de destellos y parpadeos, propia del cine americano “independiente”, que tiene también su discípulos locales. El campo, al contrario de lo que ocurría en la película llamada El campo, de Hernán Bellón, no es aquí una entidad ominosa, de la que se desprenden de pronto cualidades metafísicas capaces de acechar a los visitantes y de minar sus ánimos con malevolencia, sino un universo estático y en cierto modo apacible, sin demasiados sobresaltos ni rasgos particularmente originales. Villegas describe con precisión la vida de los pequeños productores agropecuarios, pero su preocupación no es la sociología sino el desasosiego de orden más bien universal de sus protagonistas, que maniobran entre los mandatos familiares, la incertidumbre laboral y sentimental, los impulsos de realización propios y el horror al fracaso.
El último plano está atravesado por una ambigüedad muy bien lograda, que se encarga de impugnar, por si hiciera falta, la apariencia engañosamente simple de la película. Si en un momento Pipa escucha arrobado la versión grabada por Marlene Dietrich de Where Have All The Flowers Gone?, en cuclillas junto al modular de su abuelo muerto, y la letra de la canción sugiere el dolor agridulce de las cosas que se fueron para siempre –la juventud como una especie de paraíso remoto, pero también las oportunidades desaprovechadas o el amor perdido–, el final de Villegas lo muestra a Esteban volviendo a la Capital para encontrarse con su novia (una pesada irremediable de la que el espectador solo sabe que llama a cada rato por teléfono y con la que Esteban planea casarse), mientras suena el disco de rock que Pipa se olvidó en el auto. La letra del tema repite algo acerca de volver y no volver, y el director sostiene el plano del actor hasta que funde definitivamente a negro. Tobal consigue una película cuya serena ambición se corresponde de manera pertinente con los modales sofisticados que por momentos la distinguen.