En el sombrío paisaje del cine italiano contemporáneo, Marco Bellocchio es una figura de soberana excepción. Sus últimas películas evidencian la capacidad del realizador para esquivar los escollos que le imponen sus grandes temas: la enajenación del individuo por las instituciones (presente desde la genial I pugni in tasca de 1965), la fascinación de hombres de dudosa moral por mujeres misteriosas, o el traumatismo histórico y político. El director posee una facilidad inaudita para componer encuadres de discreta originalidad y generar una relación de oposición y dependencia entre el primer plano y su fondo. La irrupción de un plano sorprendente está siempre relacionada con un acontecimiento que se impone con evidencia, hundiendo al espectador en el centro de los interrogantes que plantean las películas en lugar de ahogarlo con estímulos formales. La nueva película de Bellocchio asume un gesto político, estilístico y poético de magnitud asombrosa. Vincere es una obra intimista y grandiosa, seca y épica, un tren narrativo que se lanza a toda máquina sobre las vías de la Historia italiana y termina reciclándola en un melodrama alucinado y furioso.
La historia de Vincere desempolva un capítulo atroz, delirante y poco conocido de la vida privada de Benito Mussolini. Se trata de su relación con Ida Dalser, una joven perdidamente enamorada del líder fascista, con la que tiene su primer hijo, Benito Albino. Ida sacrifica su fortuna para edificar la carrera política de su amante, pero éste la abandona de manera cruel y la mujer humillada debe luchar por hacer valer su causa ante las instituciones (política, religiosa y psiquiátrica) unidas en su contra. Vincere no pretende explicar los orígenes y consecuencias del fascismo, su planteo es más abierto y profundamente político. La película no reivindica a Ida Dalser como opositora al régimen, sino que la muestra como una mujer entera, tan fiel al hombre amado como a sus propias ideas, cuyo combate íntimo toma significados políticos.
Cuando el ambicioso Benito Mussolini se convierte en el Duce, el protagonista que lo personifica desaparece dejando en su lugar sólo imágenes de archivo. Esta idea luminosa vuelve palpable e irrefutable el vacío por la desaparición del hombre amado y asume al mismo tiempo el devenir icono del dictador. Es el toque genial que convierte a la película en una obra maestra, el verdadero Mussolini es un fantasma pasional proyectado sobre las pantallas de cine. Bellocchio muestra al fascismo como pasión fusionista, arrebato de amor y disfrute erótico. Este paralelo entre efusión carnal y adhesión política encuentra su mejor expresión a través del constante vaivén entre la historia íntima y las imágenes de archivo. Al mezclar la gran Historia y la pequeña, el realizador italiano sigue siendo fiel a sus obsesiones filmando al mismo tiempo una película generosa de asumido lirismo.
Vincere extrae de su forma operística una energía furibunda, lunática y crepuscular. El arrebato de dulzura de la composición musical, los lemas futuristas que barren la pantalla sin perder el compás y la amplitud casi descontrolada del conjunto están equilibrados por una precisión extrema que traza una línea clara en la oscuridad del relato. Vincere es una pesadilla grandiosa y grotesca, con personajes que actúan como sonámbulos y generan imágenes perdurables, como la caricia ensangrentada de los amantes, el duelo bajo un cielo plomizo ahumado por siniestros hornos, o la mujer trepada a las rejas del asilo para lanzar sus cartas de amor al Duce. El montaje mezcla con audacia tomas de ficción con imágenes de archivo, noticieros, tapas de diarios y viejas películas delante de las cuales los personajes se definen: La pasión de Cristo para Mussolini y su nueva mujer, El pibe de Chaplin para Ida Dalser y Sergéi Eisenstein para el propio Bellocchio. Los mecanismos espectaculares del cine, su culto de la estrella y su poder de fascinación son aprovechados por la política para subyugar a los mismos espectadores. Sobre el final, con el último golpe maestro de Bellocchio, reaparece el intérprete del joven Mussolini para personificar a su hijo Benito Albino en la edad adulta. Un hombre de espíritu débil aplastado por la mano paterna, que juega con su semejanza para producir imitaciones burlescas del Duce que generan un inquietante paralelo con El Caimán.