El amor y la furia
Vincere confirma a Marco Bellocchio como el mejor director italiano del momento, por encima de Matteo Garrone y Paolo Sorrentino, nuevos niños mimados de la crítica. Su más reciente película debe enmarcarse en el prolongado esfuerzo desempeñado por el cine de ese país por desentrañar los mecanismos del fascismo; una historia que evoca, entre otros, los grandes nombres de Roberto Rossellini o Pier Paolo Pasolini.
En cualquier caso, la senda de Bellocchio es autónoma, y sus planteamientos estéticos, únicos y deslumbrantes. Su esfuerzo en Vincere pone en escena una cierta dimensión del subconsciente fascista a partir del doble abordaje a la imagen íntima y a la popular de Benito Mussolini. De partida, cabría destacar que, en el programa de Bellocchio, la narratividad, entendida como progresión lineal, como lógica cerrada, juega un papel secundario.
La fuerza de Vincere surge de la organización libre -torrencial y operística- de los materiales que maneja el realizador: la recreación ficcional, los materiales de archivo y, ante todo, la continua simbiosis y yuxtaposición de ambas fuentes audiovisuales (remitiendo a una concepción tan sofisticada como fundacional del montaje; no es casual que algunas de las imágenes del film pertenezcan al cine de Sergei Eisenstein). El objetivo es dar cuenta, de forma testimonial -poética y visceral- del horror del fascismo: su poder de seducción, su crueldad, integrismo, violencia y monstruosidad.
A pesar de la trasgresión continua del academicismo formal y narrativo, Vincere cuenta una historia, la de Ida Dalser, amante de Benito Mussolini, con quien tuvo un retoño, al que llamó Benito Albino Mussolini. La película toma como referencia la perspectiva de Ida y, como punto de partida, la fascinación inicial de ella hacia la feroz arrogancia de Mussolini (el film abre con una escena sobrecogedora en la que el futuro dictador reta a Dios a que demuestre su existencia).
Así, de forma paralela y sin miedo a alterar el curso cronológico de los acontecimientos, la película forja un doble discurso. Por un lado, la obsesión de Ida por Mussolini, retratada a través del sexo y de su camino hacia la locura. Por el otro, una cierta visión exaltada de la historia oficial, capturada en los noticiarios de la época y evocada mediante la continua sobreimpresión de eslóganes políticos y militares en la imagen (Bellocchio no necesita más de un par de imágenes para dejar constancia del trágico transcurso de la Primera Guerra Mundial). De la articulación alucinada de estos dos registros expresivos, el director consigue construir, sobre todo en la magistral primera hora de metraje, una imagen aterradora, casi abstracta, del poder fascista.
En la segunda hora, Bellocchio focaliza su mirada de forma más directa en el drama de Ida (interpretada por Giovanna Mezzogiorno). De hecho, el actor que recrea al joven Mussolini (Filippo Timi) desaparece de escena al tercio de película, dejando paso a las imágenes de archivo del Duce.
Llega un punto en que el film amaga con desplazarse hacia un drama más convencional; sin embargo, la recta final recupera su condición de tour de force expresivo gracias, en gran medida, al trabajo de Timi, esta vez en la piel del hijo de Ida. A petición de sus amigos, Benito Albino Mussolini accede a representar su desquiciada imitación del Duce (espasmódica, feroz, demente) y, así, Bellocchio apela de forma física al terror de la historia.