El vaso medio lleno o medio vacío
Los críticos insisten en sostener que esta nueva película de Ariel Winograd (1977, Buenos Aires) evidencia influencias del cine de Hitchcock y la screwball comedy. Ciertamente, Vino para robar promete un rato de placenteros enredos con chispazos románticos y disputas en torno a objetos de valor, en ámbitos refinados. Pero algo la diferencia de Para atrapar al ladrón (1955), Intriga internacional (1959) u otros clásicos del subgénero: aquellas eran livianas pero no tontas, y estaban realizadas con una sensualidad y sofisticación (lo cual comprende no solamente los decorados y el vestuario, sino también el refinamiento de los encuadres, la intencionalidad de los diálogos y la gracia de los gags) que demostraban que había detrás un auténtico director, alguien con verdadera idea de lo que era el cine. El tercer largometraje de Winograd, en cambio, es casi un producto para chicos, haciendo de las trampas, desventuras y conflictos de sus personajes algo inocuo e inofensivo. Por momentos, parece una de las películas de los superagentes cruzada con Nueve reinas (2000, Fabián Bielinsky), sin el vaho fascistoide de las primeras ni el cinismo de la segunda.
Por otra parte, si bien su primer tramo despierta entusiasmo, con su sucesión de aceitados engaños entre un ladrón demasiado solemne y una rival más lista y espontánea, la película pronto empieza a ser interferida por algunos tics de nuestro cine más ramplón, como si fueran parte ineludible de lo argentino: policías haraganes, violentos sobradores como los que interpretan Mario Alarcón y Juan Leyrado, e incluso cierta fascinación por el dinero obtenido con facilidad (o por el dinero, a secas). Tampoco son muy felices los flashbacks o inserts que explican innecesariamente con imágenes lo que los personajes dicen, los devaneos narrativos, el humor a veces insuficiente o esquivo (problema que ya se detectaba en las películas anteriores de Winograd, Cara de queso y Mi primera boda) y el exceso de música estridente.
Compensan esa medianía la elegancia de ciertos movimientos de cámara, las vueltas de tuerca finales que desvían la moraleja tan temida, un creativo diseño de títulos y, sobre todo, el hecho de haber reunido –por fin– a Daniel Hendler y Valeria Bertucelli, para encarnar a los jóvenes ladronzuelos en cuestión. Como decíamos no hace mucho, a propósito del estreno de La suerte en tus manos (2012, Daniel Burman), es para celebrar que estos dos comunicativos intérpretes hayan encontrado en el cine el medio ideal para explotar esa gracia tan particular que los distingue, siempre con los gestos justos y las modulaciones de voz adecuadas para deslizar una réplica ocurrente. En gran medida, de ellos depende que podamos ver el vaso medio lleno y no medio vacío.
Por Fernando G. Varea