Alegría no prevista
Falta un rato para que termine la película, una película argentina, y nos damos cuenta de algo no tan común: nos importa qué es lo que les sucederá a los personajes. Y eso no es poco milagro: queremos que los protagonistas terminen bien y no sólo que simplemente termine otro intento de hacer una película de género local con aspiraciones comerciales. ¿Cómo se llega a eso? Aquí van un par de apuntes.
1. Actores con ganas. En Vino para robar no hay actores que sobren el papel, que actúen como diciendo “esta comedia de acción y estafadores es menos de lo que merezco” o que con el gesto demuestren que ellos son mejores que el personaje que interpretan (como ocurría, por ejemplo, en esa catástrofe de los Coen Quémese después de leerse, en la que los actores estaban por encima del personaje y querían hacerlo notar: sí, Brad Pitt, ya sabemos que no sos lelo como el personaje, pero actuá de lelo por favor). En Vino para robar todos están en buena forma actoral, a tono, incluso hasta se podría decir que transmiten alegría por estar en una película cuyo noble objetivo es divertir, en su noble acepción de distraer. Hay algo chispeante, vivo, vibrante en las actuaciones que se logra pocas veces en un cine con tan poco entrenamiento en este tipo de películas.
2. El director Ariel Winograd mejora notablemente. Su debut en Cara de queso había sido promisorio: una película “de personajes” antes que de acciones, un poco destartalada pero con muchos diálogos y momentos logrados (canción de Sergio Denis en primer lugar) y con algo así como un dream team de jóvenes actores del futuro. En su segunda película, Mi primera boda, intentaba caminar sobre demasiadas referencias a la comedia americana, con guiños aparentemente para amigos y un sentido del timing ausente, que daban como resultado un experimento sin vida alguna que es difícil no describir como una experiencia insoportable. Pero el director parece haber aprendido del tropezón y Vino para robar es robusta en muchos lugares en donde Mi primera boda era débil: los personajes aquí son fuertes, tienen móviles, no parecen estar ahí para que pase el tiempo entre monerías e intentos de chistes. La lógica en las acciones de Vino para robar no es perfecta en cada eslabón, pero los engranajes mayormente hacen avanzar la historia con ímpetu, con destino claro. Los personajes, al tener móviles, deseos, obsesiones, contribuyen al movimiento.
3. El guionista debutante Adrián Garelik, por su parte, parece haber visto unas cuantas de las películas correctas (una vez más detecto referencias a Heat de Michael Mann en la relación policía-ladrón, o quizás sea una obsesión mía) pero, sobre todo, parece haber procesado bien las cosas, incluso las de las películas “incorrectas”. Sí, hay unos flashbacks explicativos espantosos e inexplicables en términos del punto de vista, y algunas situaciones se dan demasiado fácil (la del aire acondicionado), pero son fallas que se diluyen ante tanta apertura del juego, ante la búsqueda de un camino de cine con códigos de género respetados y ante soluciones imaginativas a necesidades de producción como las del auspicio mendocino. La falta de pereza de Vino para robar genera una alegría no prevista. Esperamos más de estas anomalías felices.