Ladrón que roba a ladrón...
En los últimos años, Ariel Winograd ha ido consolidando su voz dentro del cine argentino. Desde Cara de queso y la reciente Mi primera boda, demuestra que no es un director ampuloso, ni lleno de pretensiones. Cumple su cometido de contar una buena historia y, lo mejor de todo, ninguna de sus películas se sienten como si estuviese robando a mano armada con el subsidio gubernamental a la profusión de nuevo cine. Que su film se llame Vino para robar y transcurra mayormente en las inmediaciones de Mendoza -capital nacional del vino- es uno de los primeros pequeños pero grandes aciertos de la trama.
Casi bordeando la comedia screwball, Vino para robar es un formato de cine que pocas veces se ve en salas del país. Apunta a sacarle provecho a las falencias de la comedia norteamericana de enredos y a apropiarse el espíritu en tierras nativas, con personajes netamente argentinos y situaciones locales. Daniel Hendler y Valeria Bertuccelli, la pareja protagónica, son dignos representantes de la picardía argenta, siendo los dos ladrones de guante blanco cuyas vidas se solapan al poner sus ojos sobre el mismo objetivo.
Quizás Hendler y Bertuccelli no tengan la química amorosa más creíble del mundo, pero se encargan de llevar a buen puerto una relación estrictamente profesional por un camino aderezado de contratiempos, vueltas de tuerca y secundarios hilarantes. Ambos provienen de estilos cinematográficos diferentes, él del palo del indie nacional, ella es más comercial, pero a fuerza de guión y una buena dirección por detrás se convierten en aliados para el crimen. Daniel tiene una veta más tranquila de actuación, sin llegar a extremos, más calmada, y Valeria es reconocida por sus estruendosos papeles tanto en la televisión como en el cine. La mano mágica de Winograd logra nivelarlos, logra sosegar a la bestia iracunda dentro de la actriz y focalizarla en el guión, en retener sus mañierismos pero sin opacar la chispa que la hace característica. No hace falta tener a un personaje maldiciendo durante toda la película. El director lo entiende y por eso su narrativa destaca aún más.
La historia construida por Adrián Garelik -en su debut cinematográfico- no engaña. Tiene giros argumentales, otros momentos hilarantes y muy costumbristas, y el peso narrativo recae en sus protagónicos. La estrella de Martín Piroyansky sigue en ascenso y, como el acompañante, el Robin de Hendler, genera simpatía y se guarda a la audiencia en el bolsillo. No es así el caso del villano interpretado con buen tino por Juan Leyrado, quien es necesario para empujar la trama hacia adelante pero no aporta mucho, o el detective encarnado por Pablo Rago, que no termina de encajar del todo en el marco del cuento.
Vino para robar no es una propuesta que atrae desde su extraño título. Las expectativas alrededor suyo eran pocas, pero con el correr de los minutos, el viaje de los personaje se va volviendo más hilarante y divertido. En el final, cumple su cometido con creces y fomenta la mejor clase de cine nacional: el que se deja ver sin inconveniente y con fácil acceso. Levanto mi copa en su honor, señor Winograd. Bien hecho.