La ambición de entretener
¿Qué significa entretener? No está mal preguntarse eso, porque es un término que a la hora de abordar el arte cinematográfico lleva a unos cuantos malentendidos. Por un lado, se levanta y/o justifica una película sólo porque se pasa un buen rato, sin mostrar preocupación por lo que dice o transmite el relato. Desde ese lugar, Tinelli es “entretenido”, y no vale la pena preocuparse con qué elementos “entretiene”, no importa si Showmatch propone una visión sobre la sociedad de tinte sexista, machista, misógina, objetual. Por otro lado, se descarta un film sólo porque entretiene -como si ese objetivo no fuera suficiente- y no habla de temas “importantes”, como si el contenido fuera lo único que justifica a una obra. Y lo cierto es que ya hay muchos, demasiados ejemplos de films con tópicos “profundos” que en pos de establecer una tesis utilizan herramientas nefastas: Luna de Avellaneda, Iluminados por el fuego o Babel son apenas algunos casos testigos.
Entretener es entonces, para el que escribe, un arte noble y complejo, que involucra crear un verosímil, tener bien claras las reglas de los géneros que se abordan para luego aplicarlas de manera efectiva, construir personajes que se amolden al relato, hilvanar una puesta en escena coherente y atractiva, y tener un gran convencimiento de que lo que se está contando va a demandar toda la atención del espectador durante un par de horas y tiene la potencialidad de resonar en su cabeza (y el corazón) durante mucho tiempo más. En suma, implica amor por lo que se está haciendo. En los últimos tiempos, películas como Misión: Imposible-Protocolo Fantasma, Las aventuras de Tintín, El último desafío o Hansel y Gretel: cazadores de brujas se plantan desde ese lugar, concibiendo a la aventura, la fantasía o la acción como conceptos de suma importancia dentro del cine.
En Vino para robar hay una visión similar, apostando a géneros o subgéneros como los de estafas, robos o la comedia romántica, que suelen ser muy maltratados e ignorados por el cine nacional. Tenemos a un ladrón súper profesional, Sebastián (Daniel Hendler), que durante el hurto de una pieza de arte conoce a Natalia (Valeria Bertuccelli), quien se revela como la horma de su zapato cuando lo engaña y lo deja sin su botín. Sebastián consigue sin embargo encontrarla en Mendoza, aunque el asunto se le complicará aún más y terminará siendo obligado por un empresario bastante oscuro (Juan Leyrado) a trabajar con su rival para hacerse de una botella Malbec de Burdeos de mediados de Siglo XIX, que se encuentra guardada en la bóveda de un banco.
Lo llamativo del film de Ariel Winograd es que se va construyendo a partir de un tono juguetón y disparatado, donde el absurdo parece ser la regla, pero sin resignar el realismo a la hora de poner en escena los robos o entradas ilegales. Y en ese delicado equilibrio que va armando, el homenaje a grandes películas de Alfred Hitchcock como Para atrapar al ladrón cobra sentido, porque todo es tan profesional como disfrutable. A esto contribuyen y mucho las actuaciones, que están en el tono justo: la cara de piedra de Hendler vuelve a tener sentido dentro de la trama (su Sebastián hace la procesión por dentro y vamos percibiendo muy sutilmente cómo su estructura de carácter se va desarmando a medida que se enamora de Natalia); Bertuccelli sigue demostrando que tiene un talento innato para la comedia y edifica un personaje femenino coherente en sus fortalezas y debilidades; Leyrado le da una vuelta de tuerca hilarante a su villano; y Martín Piroyanski, como el socio/ayudante de Sebastián, confirma que es el mejor exponente de las nuevas generaciones argentinas dentro de la comedia.
El cuidado que hay en Vino para robar por los elementos que componen el entretenimiento es tan fuerte, que hasta se destaca el uso de las locaciones mendocinas. Ya era usual y cansador ver cómo en gran parte de las películas nacionales el uso de determinados contextos geográficos eran sólo parte de acuerdos de producción y financiación que nunca se integraban adecuadamente a las tramas, apareciendo de forma únicamente exhibicionista. Pero Winograd toma las grandes montañas de Mendoza, los viñedos, los alojamientos fuera de las zonas urbanas y los lujosos hoteles dentro de la capital provincial (todos fotografiados espléndidamente), resignificándolos e insertándolos con plena funcionalidad dentro de la intriga. Incluso los chivos están puestos de manera sutil, porque es la meticulosidad lo que caracteriza a todo el entramado narrativo y estético.
Y por suerte, el cálculo que hay en Vino para robar, desde la composición del guión hasta los aspectos técnicos de la puesta en escena, no se convierte en frialdad. Sus protagonistas causan empatía de inmediato, sus dilemas y conflictos contagian y el film funciona en todos sus niveles, en especial ese que se intuye tras la planificación del gran golpe, condimentado por el humor: lo que importa en verdad es la historia romántica, cómo dos profesionales, una mujer y un hombre, se encuentran y se van enamorando. Esa aventura del amor es la que permanece dentro del espectador.