Lindas, lindas, lindas
Como en todas las películas de Matías Piñeiro, aquí los personajes también juegan. Alguna vez, ese juego estuvo condensado en la lectura en voz alta de la Historia y en su opaca inserción en el presente; desde Rosalinda, su película anterior, el juego consiste en leer (también en voz alta) a Shakespeare y en actuarlo. Piñeiro parece más embelesado que nunca con sus actrices, ya sean las eternas María Villar y Romina Paula o la más reciente Agustina Muñoz. El director de Todos mienten las observa de cerca y captura la belleza microscópica que se esconde en un gesto, una marca o una leve arruga que apenas se insinúa. La escena en el camarín después de la obra y la siguiente en la casa de Sabrina llevan a pensar que a la película no le interesa otra cosa que filmar chicas lindas hablando de novios, romances y amor, y por momentos pareciera que la historia fuera solo una excusa para poner a las actrices frente a una cámara con la única intención de escrutarlas en detalle a fuerza de primerísimos primeros planos. Cuando Cecilia ensaya con Sabrina y las dos repiten hasta el cansancio sus líneas, se percibe con claridad el proyecto de Viola: la trama y el conflicto pueden importar tan poco que el guión es capaz de hacerlas decir siempre lo mismo, una vez tras otra, disminuyendo cada vez el tamaño del loop, y lograr que eso no vaya en desmedro de la intensidad de la escena ni de la tensión erótica que crece con cada nuevo recomienzo. Es el retorno a un primitivismo cinematográfico: no viene al caso lo que los personajes tengan para decirse, lo fundamental es que se hablen, que reaccionen con la voz y con el cuerpo y que vuelvan creíble ese impresionante ping-pong de seducción.
La segunda parte reposa sobre un andamiaje más narrativo y conforma el trío protagónico más poderoso de la película: Villar, Paula y Muñoz están refugiadas de la lluvia adentro de un auto y, de golpe y sin previo aviso, empieza una insólita e hilarante discusión acerca de la pasividad general de Viola (Villar). Aquí, Piñeiro vuelve a sostener su película en las caras de las actrices, en particular en la de María Villar; no resulta ninguna novedad, ya estaba anunciado en sus películas anteriores que la actriz era su musa definitiva. Más tarde, en la casa de Viola y Javier, la cámara respeta la distancia de los personajes y elige observar pacientemente cómo la protagonista va de un lugar a otro del living y estampa unos sellos hechos con una papa, como si en esos desplazamientos y en los movimientos del personaje estuviera la explicación cifrada de toda Viola y, tal vez, de todo el cine del director. Del ensayo de la primera parte ya no queda nada salvo el gusto por filmar mujeres y por escucharlas hablar. La repetición del principio (se sabe: la repetición es uno de las operaciones privilegiadas de la poesía) deja lugar a unas variaciones que por momentos parecieran emparentar Viola con el cine de Hong Sang-soo y sus ya clásicos re trabajos sobre un mismo motivo y modificaciones leves de una misma historia: Cecilia hace de la Viola de Noche de reyes al tiempo que conoce a Viola y hasta llega a proponerle aceptar su papel. Sin embargo, estos recorridos transversales y comentarios sobre la propia representación surgen de manera fluida y nunca en forma pretenciosa o rimbombante.
Una canción final que quiere ser tonta y juguetona pero también muy placentera es el signo más potente de la soltura y la efectividad que alcanza el último capítulo de la filmografía piñeirana.