Viola

Crítica de Juan Pablo Martínez - Fancinema

Adorables revoltosas

Si hay algo que no entiendo es la manera en que se tilda a Matías Piñeiro (y a su cine) de elitista y snob. Lo he leído mucho y lo he escuchado en boca de gente a quien respeto muchísimo pero, la verdad, no lo entiendo. Sí entiendo que es un cine que podría caer fácilmente en eso: ahí están las permanentes referencias histórico-literarias a Sarmiento en sus dos primeras películas y las shakespeareanas en Rosalinda (el mediometraje que acompaña todas las proyecciones de Viola) y Viola; ahí están esos movimientos coreográficos de la cámara y de los personajes, virtuosismos que bien podrían pasar por pedantería. Lo que no entiendo es que sus detractores se queden sólo en eso, en la cáscara, en el MacGuffin de su cine, y no noten algo que para mí es clarísimo: que las películas de Piñeiro son comedias brillantes, juguetonas, livianas y ancladas en la mejor tradición de la screwball comedy de los 30 y los 40, con heroínas encantadoras y seductoras que se llevan puesta la acción, hablan sin parar y se interrumpen y superponen las unas a las otras.

Viola es, al igual que el resto de las películas de Piñeiro pero, incluso, un poco más, una película diminuta temporal y argumentalmente pero enorme en todo lo demás. Aquel virtuosismo coreográfico del que hablé no está ahí para hacer alardes de nada, sino que está exclusivamente al servicio de la narración. Sí, Viola se ve increíble y eso te lo dicen incluso sus detractores, pero ese resultado no depende solamente de contar con un gran director de fotografía como Fernando Lockett, sino que es más bien una suma de factores en estado de gracia en la que todos juegan un papel importante. Tomemos una escena como aquella en los camarines después de la obra de teatro en la que actúan (algunas de) las protagonistas, que está basada en varios textos de Shakespeare: es una conversación entre chicas donde, básicamente, hablan de tipos, y está construida a base de primeros planos donde hay poco corte de montaje y mucho, muchísimo, montaje en plano, logrado mediante reencuadres y reenfoques. O sea, todo pareciera estar planificado al máximo; de tan programático debería perder toda espontaneidad. Pero no: hay una química tan perfecta entre la cámara, los textos, la marcación actoral y las actrices mismas que la escena adquiere una naturalidad extraordinaria (y extrañada, por qué no) que acompaña toda la película.