EL LENGUAJE ROBADO
Viola, la película, es la libre puesta en escena de algunos fragmentos de la obra Noche de reyes de Shakespeare. La protagonista de esa obra se llama Viola, y es un personaje extraño que además de ser melliza con su hermano, se pasa la mitad de la representación disfrazada de hombre. Este es uno de los ejes de la obra; el juego de espejos, el ser y el parecer, un personaje que es uno y es otro a la vez, personajes que se transvisten en otros personajes, múltiple juego de representaciones. Allí, obviamente, está en juego la lábil frontera entre la realidad y la ficción y también la complejidad del concepto de representación. Metaimagen desplazada hacia adelante que atraviesa coordenadas espacio temporales y en definitiva las preguntas persisten, insistentes e incisivas: ¿qué se está viendo? ¿Cuál es el presente de la imagen? ¿Cuál es el original? ¿Cuál su figuración, su representación?
Como en El hombre robado, del 2007, Matías Piñeiro trabaja con los complejos procedimientos de la copia, el robo, el homenaje, el plagio; todos juntos, todos al unísono. Este conjunto de estrategias parece decir que ya nada es original, todo nos remite a otra cosa, todo nos linkea a textos y discursos anteriores; el aura se derrite en textos que a su vez son citas y capas de otras superficies, sean estas literarias, cinematográficas, teatrales. En El hombre robado conviven Jean Renoir con Sarmiento, Macedonio Fernández con Juan Manuel de Rosas; en Viola conviven Shakespeare con Eric Rohmer y con Gerard de Nerval. Citas de citas que caen en cascadas cristalinas, ligeras. El sentido se escurre siempre, cuando parece que lo aprehendemos, se desvanece y se convierte en otra cosa. Todo se trasviste, como la protagonista de Noche de reyes, como Viola, la coprotagonista de Viola.
En Viola, la película, sus magníficas protagonistas, que son cuatro -ya empezamos con los desdoblamientos- podrían haber sido perfectamente una, como los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno. Un detalle ligero y exquisito es que Viola – el personaje- se dedica a vender películas truchas, que su novio baja y copia de la red. Como la punta de un iceberg, este detalle nos deja espiar el conjunto de los sentidos a los que apunta Viola; el original y la copia, los juegos de multiplicidades, la puesta en abismo. A partir de estos temas, las chicas de Piñeiro son actrices, en la película y dentro de la película, trabajan doblemente de actrices, ellas –en este “ellas” colectivo y a la vez singular- reproducen los parlamentos de la obra de Shakespeare una y otra vez. Ellas hacen “hablar” a la obra y a su vez la obra las “habla” a ellas. Hablan las palabras de Shakespeare, actúan sus frases, viven sus discursos, transcurren sus situaciones, respiran su ritmo. Estas cuatro chicas, intercambian (como la Viola del dramaturgo inglés) sus pareceres, sus situaciones, su presente amoroso; una se pone en el lugar de ésta, aquella reemplaza a esa, “hablan” todas de todo, juegan el juego de la silla cambiando alternativamente de lugar y de lengua, como si la lengua fuera un territorio único, vasto, extenso.
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Viola
Chicas –si, ésta es una película de chicas más que de mujeres- que se ponen en la piel de otra, en el sentimiento, en el discurso. Las palabras de las otras se confunden con las propias, las propias nunca son verdaderamente propias sino que también son de otras, nunca son verdaderamente verdaderas, nunca falsamente falsas. Todos somos dichos por otros, el recorrido del lenguaje es zigzagueante, espiralado, infinito. La película hace “hablar” a las chicas que a su vez “hablan” la obra de teatro. Cinta de Moebius donde el bies es inexacto, amable, liviano.
La lengua, las palabras, se prestan, se cambian, se ponen en juego, tal como el añillo rojo que va de dedo en dedo entre las chicas de la película, las palabras van de la boca de Shakespeare a la de las actrices. El modo en que el lenguaje circula define la película. La circulación de la sangre verbal de Viola, es el sistema circulatorio de la película. Las palabras que van de boca en boca, se redefinen en cada una de sus exposiciones, según el contexto en el que son dichas. Las chicas de Viola son parlantes (marcada diferencia con los chicos de P3nd3jo5 –otra gran película exhibida en este último Bafici, que no son usuarios de la lengua) ponen en escena los parlamentos de otros, mezclándolos con los parlamentos propios. La lengua se legaliza, se define, se impone cuando se la usa, cuando se la juega, cuando el cuerpo se hace carne de esa sangre de palabras. Y con las palabras y con el anillo rojo como la sangre, circula la energía lúdica y la potencia poética que transmite la película.
Los primeros planos de Piñeiro son límpidos, recrean la intimidad de la vida cotidiana y crean figuras de rostros en convivencia con otros rostros, con otras miradas; esos planos se regodean en el monitoreo de la lengua en acción y dejan entrever el camino lento y a la vez veloz del deseo.
Matías Piñeiro dice a través de las chicas, que dicen a través de Shakespeare que el lenguaje tal vez sea uno de los modos –acaso el más sublime, el más honesto- del conocimiento, de la emotividad, de los afectos. Esta es la columna vertebral de Viola, una comedia que parece “ligera”, “liviana”, pero que no lo es, si descamamos las escamas y alcanzamos algo de la amable profundidad que su director nos ofrece.