No estaba para nada familiarizada con la vida de Violeta Parra antes de ver Violeta se fue a los cielos. Conocía, por supuesto, algunas de sus canciones más famosas, esas que pertenecen a lo que se suele llamar el “cancionero popular latinoamericano” y que, prácticamente, forman parte del ADN de cualquiera que haya nacido por estos lares, es decir, al sur del sur.
Esas mismas canciones, y muchas otras de la chilena, cobran vida en la película de Andrés Wood (Machuca, La buena vida) basada en el libro homónimo de Ángel Parra, en parte gracias a la extraordinaria interpretación de la actriz Francisca Gavilán. Pero no solamente porque vuelva a cantarlas una nueva voz, porque sean reinterpretadas; cobran una nueva vida –cinematográfica–, adquieren carnadura y espesor en la voz y el cuerpo de esta mujer que puede ser al mismo tiempo la más frágil y la más implacable, la mansita o la furiosa, la madre, la amante, la hija y la cantora. Intuyo que así de inmensa y contradictoria debió ser Violeta, la Violeta. Es difícil de explicar, pero al no haber visto nunca un registro audiovisual del personaje que interpreta, no puedo juzgar la actuación de Gavilán por su habilidad imitativa, por su perfección al reproducir los gestos y actitudes de la Violeta real; sólo puedo decir que para mí, como espectadora, es la más perfecta posible, no existe otra Violeta; siempre tendrá los ojos, la mirada, los gestos y la voz de Gavilán.
La película se distancia notablemente del biopic clásico y ése es su mayor acierto; elige una forma nueva para contar la historia de una mujer única, al mismo tiempo que evita la glorificación celebratoria habitual en ese tipo de películas. La indefinición temporal (la narración oscila continuamente entre la infancia, la adolescencia y diferentes momentos de la adultez de Parra, sin carteles ni ningún otro indicador) no molesta, sino que, por el contrario, ayuda al espectador a adentrarse en la historia, a ceder ante la belleza de las imágenes, a dejar que las canciones se le peguen “como el musguito en la piedra”. Ya lo dice Violeta misma en una entrevista para la televisión: “La creación es un pájaro sin plan de vuelo, que jamás volará en línea recta”. Wood parece haber adoptado esas palabras como lema.
Fragmentos de esa entrevista funcionan apenas como una guía que estructura el relato, lo mínimo necesario. Ahí, además, se concentran sus declaraciones polémicas, su ingenio, su humor desafiante. En el resto, están sobre todo los ojos, las miradas que una y otra vez narran lo que está pasando. Con un plano cercano, Wood nos cuenta su irreverencia (genial el “sordo de mierda” con que ametralla al embajador), su amor (pero también su calentura) por el suizo Gilbert, la indiferencia que apenas enmascara el sufrimiento ante la muerte de su hijo aún bebé, el dolor, las angustias, las frustraciones de una vida jugada al extremo.
“Gavilán me sacó las entrañas” se escucha en otra canción, y en una escena intensísima de la película, un gavilán mata y devora a una gallina; Francisca Gavilán le ha sacado las entrañas a Violeta Parra, pero no para devorarlas, sino para hacer suyas esas miradas y contarle ese dolor al mundo.