Intensa evocación de Violeta Parra, con la actriz perfecta
No se cuenta aquí la biografía de la artista chilena Violeta Parra, al menos como se cuentan habitualmente las biografías. Más bien surgen ante nosotros episodios, rostros, momentos, hábilmente entreverados, como todo el mundo sabe que pueden entreverarse los recuerdos y los sueños en un día decisivo. Y son parte de su vida, una vida libre, tumultuosa, cargada de rabias y alegrías, explosiones intempestivas y remansos amables. Peligrosos, como suelen ser los remansos cuando uno se descuida y muy confiado se mete a lo hondo, porque ella también tenía un carácter peligroso.
Así la pintan Andrés Wood y su equipo de guionistas, basados en el libro de memorias que escribió su hijo Angel Parra, bajo ese mismo título, «Violeta se fue a los cielos». Sólo que el libro habla según la mirada del hijo, y la película se centra en la mirada de la madre, tanto en sus arranques de enojo y soberbia, como en los otros, cuando busca aprender las coplas de los viejos, el oficio del canto, el modo de soltar el alma entre la voz y las seis cuerdas, acaso también el modo de enterrar las penas con la de seis tiros.
Pero el guión inteligente y las imágenes poéticas no serían casi nada, sin una actriz que encarne al personaje. Y ése es el verbo, y el milagro: Francisca Gavilán no interpreta ni representa a Violeta Parra, ni actúa de Violeta. Más bien, decididamente, la encarna. Cosa semejante no se da todos los días. Quien canta en la película es la propia actriz, quien responde al nombre de Violeta es Gavilán. Una delicia, la actriz. Y una paradoja el apellido, si tenemos en cuenta el simbolismo que anda en juego a lo largo de la obra.
Puntales a su lado, Thomas Durand como el músico suizo que la sufrió en Chile y Francia, y después, más o menos sin querer, también la hizo sufrir, y Luis Machin como el animador de TV, porteño típico de entonces, es decir formal, cordial y sobrador, cuyas preguntas capciosas contribuyen a enhebrar la historia. Al respecto, una pequeña licencia artística: ella pasó por la televisión argentina en 1960, y de acá se fue a vivir a París. En la película se invierte el orden, para que las ironías del animador suenen más fuertes. Otros puntales, el chango Spasiuk como consultor musical de la obra, amén de los directores de fotografía Miguel Littin (h.) y Miguel Abal, y de arte Rodrigo Bazaes (también coguionista) y Sebastián Roses, cada uno en su respectivo lado de la cordillera. Esta, cabe recordarlo, es una coproducción chileno-argentina. Nos corresponde una pizquita de orgullo por eso.