El peligro de filmar nombres ilustres
La atendible intención de retratar a Violette Leduc y su insigne madrina Simone de Beauvoir termina chocando con una falla habitual en las “biopic” de los últimos tiempos: el retrato de momentos centrales de esas vidas peca de falsa modestia y superficialidad.
No hay mal que por bien no venga parece ser la máxima pour la galerie de Violette, nueva incursión del francés Martin Provost en la biopic de mujeres creadoras con enorme talento y autoestima por el piso. De los labios de la escritora consagrada a los oídos de la novelista en ciernes, algo así le dice –aunque con palabras más elaboradas– Simone de Beauvoir a su amadrinada Violette Leduc, tiempo después de que su primer libro haya vendido apenas algunos ejemplares. “Toma tu lapicera. Así puedes cambiar las cosas. Gritando y llorando no ganarás nada.” Si en Séraphine (2008) Provost seguía los pasos de Séraphine Louis, la doméstica devenida artista plástica autodidacta en la Francia de comienzos del siglo XX, en Violette las vidas y obras de los personajes son mucho más conocidas, incluso por el gran público. En ambos films, sin embargo, descansa un mismo leitmotiv: poner al descubierto el dolor, el sufrimiento y los sacrificios de ambas mujeres, en lucha no sólo con un sistema opresivo y patriarcal sino –en parte como consecuencia de ello– consigo mismas.
En ese sentido, la figura de De Beauvoir es central a pesar de no ser protagónica, el horizonte rector e impulsor de esa otra mujer que todavía no posee las herramientas para su emancipación. Libertad que va más allá de las consignas feministas, aunque en esa Francia existencialista de posguerra el camino de autodescubrimiento personal y literario de Leduc puede ser leído como metáfora de los cambios sociales que sólo llegarían con las décadas venideras. En la piel de la autora de La bastarda (su volumen más famoso), Emmanuelle Devos vuelve a demostrar que se trata de una de las actrices más versátiles y talentosas de su generación, alejada esta vez de cualquier atisbo de glamour, afeada incluso para un papel que necesariamente empuja la idea de belleza tradicional (y en gran medida masculina) hacia los márgenes. Provost y los coguionistas del film ubican el comienzo de la acción durante la guerra, con una Leduc que apenas ha comenzado a garabatear algunos primeros textos, atada todavía a una relación algo patológica con su marido, el escritor Maurice Sachs, sobreviviendo gracias a sus contactos en el mercado negro.
De allí en más, Violette se concentra en el encuentro y posterior relación profesional y de amistad con De Beauvoir (Sandrine Kiberlain, la Betty Fisher de Claude Miller), la publicación de sus primeras novelas, la introducción al ambiente literario y filosófico de la época (Genet, Camus, Sartre), la particular amitié con Jacques Guérin, el magnate de los perfumes d’Orsay que oficiaría de mecenas en tiempos difíciles (interpretado por el ubicuo Olivier Gourmet) y la difícil relación de amor-odio con su madre. Con el correr de los minutos, comienza a ganar peso específico en la trama su enorme y profunda insatisfacción personal, que el film, a pesar de su empeño, no logra transformar en algo diferente a un deseo sexual no satisfecho. A pesar de que allí están, bien a mano, los textos de Leduc para buscar inspiración y otorgarle complejidad a la descripción de los conflictos internos.
Como suele ocurrir en tantas películas sobre artistas en general y escritores en particular (ignotos, famosos y no tanto), la literalidad, la representación de momentos relevantes en la vida del homenajeado, la necesidad de reducir procesos intelectuales y emocionales al “estado de inspiración”, terminan transformando a Violette en otra ilustración de vidas célebres que, al menos en parte de su metraje, peca de falsa modestia y superficialidad. Cualquier atisbo de reflexión sobre el proceso creativo es taponado por un diseño de producción profesional y preciso que hace de los vestidos, autos, objetos cotidianos y habitaciones las verdaderas estrellas en pantalla. Correcta, amable a pesar del sufrimiento siempre en cuadro (muchas veces de forma ampulosa), coqueteando con cierto esnobismo, Violette encarna la enésima versión de esa categoría de cine tan bien descripta por Truffaut hace décadas. La tradición del qualité nunca muere, resucita.