No tardamos casi nada en darnos cuenta que Virus:32 transcurre en Montevideo. En la primera escena, un plano secuencia admirable, la plácida vida del barrio más tradicional de la capital uruguaya, mientras suena de fondo la inconfundible del Sabalero José Carbajal cantando La sencillita, se altera cuando alguien descubre una jaula vacía. La cámara sigue con su recorrido por los interminables recovecos de la Ciudad Vieja y se detiene frente a una pareja que no puede resolver qué se hace con su hija, que tiene unos diez años. El prólogo culmina con una extraordinaria panorámica del puerto de la capital uruguaya, cuando ya empezamos a tener la certeza de que algo horrible se incuba y no tardará en estallar.
Toda esta información, sabiamente dosificada, servirá para entender lo que está por pasar. No existe ni el más mínimo sesgo de pintoresquismo en ese primer acercamiento a la geografía urbana montevideana más tradicional. Virus: 32 podría transcurrir en cualquier capital del mundo, pero resulta ser una de zombis a la uruguaya, construida con paciencia, amor por el género, destreza técnica y una cuidadísima puesta en escena. El meritorio creador de esta terrorífica obra es Gustavo Hernández (No dormirás), a esta altura un especialista consumado en el género y alguien que sabe mucho acerca de cómo capturar la esencia y el sentido profundo de esta clase de historias sin recurrir a las fórmulas más gastadas.
Virus:32 tiene muchas virtudes. Asusta de verdad, recurre a vueltas de tuerca inesperadas en los momentos exactos, sostiene la tensión en todo momento y propone situaciones en las que a priori no parece haber escapatoria posible. Pero por encima de todo, logra que cada uno de los espacios cerrados del único escenario en el que transcurre la acción (un club barrial) adquiera sentido como parte de un mundo en el que ya no hay posibilidad de refugio o protección.
Gimnasios, piscinas, pasillos y depósitos son las sucesivas postas de una batalla por la supervivencia entre Iris, la vigiladora nocturna del lugar (Paula Silva), junto a su pequeña hija Tata (Pilar García), y los muertos vivos infectados de un modo que desconocemos, con un detalle que enriquece las posibilidades de la trama: después de explotar de rabia asesina, cada víctima queda completamente paralizada durante 32 segundos. Otro detalle inesperado aparece con la llegada de Luis (Daniel Hendler, en un registro muy distinto al que le conocemos) y la aparición de otra muestra de una de las constantes de este relato clásico y convincente, el vínculo entre padres e hijos.
El club barrial se llama Neptuno, como en la vida real. Lugar con historia en la vida de la zona más tradicional de Montevideo, muy cercano al puerto, cerró definitivamente sus puertas en marzo de 2019. Un año después llegó la pandemia, cuya impronta parece estar presente en cada momento de Virus:32, así como la memoria de un tiempo de normalidad perdido para siempre en medio de esos ambientes oscuros, abandonados y aterradores.