Visages, villages es el retrato vital, íntimo y sincero de una mujer frente a la idea del paso del tiempo. La nueva película de Agnès Varda junto al joven fotógrafo JR es un verdadero manifiesto de emancipación creativa y una lúcida reflexión sobre el artista y su obra. Aunque la película comienza con la historia ilustrada de un encuentro que nunca tuvo lugar (“no nos conocimos en la panadería ni en la parada del colectivo”), los dos artistas exponen enseguida la congruencia de sus mundos: ambos intentan hacer visible las existencias más ordinarias que acostumbran vivir en las sombras o en el olvido. Reunidos por la misma curiosidad, los dos recorren los caminos de Francia para encontrar a sus habitantes: JR toma fotos que luego agiganta y pega en los muros mientras Agnès los filma. Con una mirada atenta sobre la figura de JR, la cineasta capta la impresionante libertad de acción del joven que escala entre el andamiaje como un alpinista. JR y Varda asumen frente a cámara el carácter improvisado de su viaje. La película se escribe de acuerdo a sus deseos con una narrativa tan ágil como la trayectoria errática de la furgoneta del fotógrafo.
Lamentablemente, la brevedad de los encuentros le resta espesor a las historias: los personajes retratados están parados frente a cámara apenas el tiempo justo para dos o tres oraciones. No aprendemos gran cosa sobre los habitantes de la aldea fantasma de Cherence, sobre la moza del pueblo de Bonnieux, ni sobre los trabajadores de una fábrica química en los Alpes. De todas maneras, afloran inesperadamente escenas de verdadera emoción cinematográfica. Con el retrato de antiguos mineros en los muros de un campamento en proceso de demolición o con la imagen fijada en la piedra de la joven camarera que está en la ciudad por un trabajo temporario de verano, la fotografía y el cine se unen para retener el último instante de un presente en vías de extinción.
En esta suerte de work in progress de creación espontánea, los dos artistas se divierten invirtiendo el orden de lo real: poniendo fotos de peces en el aire sobre una torre de agua o pegando los gigantescos dedos de los pies de Agnès Varda sobre los vagones de un tren de carga. Los anteojos y el sombrero negro de JR traen el espectro de Jean-Luc Godard. La nostalgia, la vejez y la muerte vuelven como un boomerang: la enfermedad en los ojos de Agnès Varda, la memoria de Jacques Demy y de Henri Cartier-Bresson. JR pega en una enorme piedra al borde del mar una imagen ampliada de Guy Bourdin, fotógrafo y amigo fallecido de Agnès Varda. Mientras contemplamos el retrato del joven tendido como un niño entre la arena y las olas, sabemos que pronto la imagen va a ser borrada por la marea. En esos instantes, el cine prolonga mágicamente el trabajo efímero del artista callejero y fija para la eternidad una obra que está destinada a su degradación.