Decir sobre la jovialidad de la realizadora Agnès Varda, quien con casi 90 años dirige y protagoniza junto al fotógrafo JR Visages Villages, no es lugar común, tampoco comentario gratuito. La jovialidad excede edad, se debe a una persistencia estética que es expresión indisoluble en el cine de Varda. Protagonista de la joven guardia cinematográfica francesa, vanguardista sin rótulo ‑estos "títulos", bien válido en ella, por cierto, son tarea de críticos e investigadores‑, la directora de Cleo de 5 a 7 continúa una tesitura que bien lejos está de ser carcomida u olvidada por los "nuevos" tiempos.
Y esto es así porque situada como se la ve, en un momento vital lúcido, con consciencia de lo hecho y lo que todavía falta, Agnès Varda puede hacer cine con una candidez que es fibra íntima y estética inmanente. Es lúcida porque sabe que está situada en el umbral final de su vida ‑si el colectivo demora tres minutos en llegar a la parada, es demasiado tiempo, mejor caminar; se dice‑, y consciente, porque sabe poner en acto lo vivido y amado (recordar, tener memoria, con Jacques Demy como su nombre ángel que invocar, compañero de cine y de vida) a la par de la necesidad faltante: la Varda sabe de lo que habla cuando dice que al cine le hacen falta más personas como Jean‑Luc Godard, ese filósofo solitario ‑así lo señala‑ que supo cómo cambiar el cine.
De este modo ‑y tantos otros‑ Visages Villages es un film de amistad; en primera instancia, a partir de una tarea conjunta, emprendida junto a JR. Los dos componen una pareja de contrapunto ameno, afectuoso; él es alto, ella baja; él es ágil, ella lenta; se admiran mutuamente; los comentarios jocosos son repartidos; mientras la línea que dividiría al documental de la ficción se vuelve lábil y entreteje desde la compañía del azar, ese otro amigo en quien tanto confía la cineasta.
Fotógrafo y directora de cine se hacen a la tarea, viajan y descubren pueblitos y personas, fábricas, trenes y barcos; con el afán puesto en retratar tantas caras como sean posibles, y con ellas tatuar las fachadas de casas, murales, paredes imprevistas. Las caras se agigantan y visten lo que es visto y vivido casi como rutina, pero agregan ahora una sobrevida. Al tocar cada uno de estos lugares, hay un salto cualitativo y estético en donde las impresiones cambian, los interrogantes surgen, el asombro se comparte.
¿Cuál es el sentido de poner sus dedos (gigantes y móviles) en el vagón de tren?, le preguntan con sinceridad corriente a Varda. La imaginación, responde. Tarea que JR y ella comparten como nudo a desatar. Es así como también burlan en clave cinéfila a Bande à part, mientras replican la escena y fulgor del film de Godard en el Louvre, correteando como locos entre pintores y pinturas, con la Varda empujada en una silla de ruedas. Ese espíritu adolescente, de cine en las venas, se percibe de una manera tan sincera que difícilmente no contagie.
Es así como el niño que obtiene una selfie se disculpa de su poco profesionalismo, sin embargo ella lo alienta, le dice que tiene talento. Las imágenes están por todos lados, no hay quien no las produzca, y sin embargo el ojo de la Varda destaca. Obtener imágenes es, al fin y al cabo, habitar en ellas. Y ellas les hace preguntas, con más imágenes. Por ejemplo, Varda dice recordar el momento exacto cuando hizo click a su cámara para obtener la foto de su amigo ahora fallecido ‑una de tantas, él, un modelo habitual para sus imágenes‑, esa misma imagen que ahora habitará de modo efímero un resabio de hormigón de guerra, alemán, hundido en la arena como si de una obra de arte apocalíptica se tratara. La marea se llevará la impresión del papel de foto adherido a la textura áspera. El agua, el viento, acompañan la película mientras estos dos caminantes de cámara en mano visitan y transforman lo que tocan.
Mirar, se sabe, no es un acto ingenuo. Mientras lo hacen, Varda y JR observan, seleccionan, destacan. Lo hacen al celebrar los principios de la mujer que cría cabras a las que permite la cornamenta (que otros, en virtud de la rentabilidad, queman a edad temprana); al destacar la compañía femenina entre la vida masculina portuaria (containers apilados con imágenes de sus esposas, y ellas sentadas dentro de sus imágenes); al resaltar la continuidad de la lucha obrera y sus conquistas, que no deben olvidarse; al rememorar la vida de los mineros y sus cuerpos magullados, junto a la estoica mujer que quiere morir en el barrio minero donde siempre vivió porque, al fin y al cabo, se trata de su hogar (¡Bien por ti!, le dice Varda; luego, el rostro de esta mujer al verse a sí misma estampada sobre su propia casa, trasluce una sensibilidad tan profunda como sólo el cine puede capturar).
Visages Villages es también, por si no quedó claro, una road movie que se pasea con el horizonte puesto en la dirección del viento. Revolotea liviana y se dirige a los vivos y a los muertos. Visita amistades idas y homenajea vidas admiradas, como cuando descubre la tumba de Henri Cartier‑Bresson. El (casi) desenlace del recorrido descansa en el encuentro que el film augura, mientras prolonga ‑cual Mac Guffin‑, con Jean‑Luc Godard. Decir lo que allí sucede no viene a cuento, para eso es que se va al cine. Basta con señalar que lo que allí pasa no es menor sino bien intenso, bien cinematográfico, con la vida como escenario.
Los lentes oscuros de Godard tienen, eso sí, réplica en los de JR. Varda los mira y desafía, quiere que JR le permita observar sus ojos, por fuera de ese distanciamiento oscuro. Una lejana película suya ‑Les fiancés du Pont Mac Donald‑ hubo de provocar ese milagro: allí Godard se quitaba estos lentes. Visages Villages reitera la premisa, mientras sabe que es ella, Agnès Varda, quien ya no puede hacer foco como antes. Hay que saber cómo mirar, responde, ¿por qué preocuparse?