LAS PODEROSAS FORMAS DE UN ENCUENTRO
Agnés Varda es una realizadora que data de brillar dese de los años 60, contemporánea a los grandes referentes de la Nouvelle Vague como Jean-Luc Godard, François Truffaut y su mismo esposo Jaques Demy. La llamaban “la abuela” porque mientras ella había pasado los 30 el resto del grupo de cineastas nóveles no llegaba a las tres décadas.
Una gran realizadora internacionalmente conocida desde su brillante ficción “Cleo de 5” (1962) a sus geniales documentales como el conocido “Daguerrotipos” (1976). Con una pluma narrativa sutil y cinética se ha generado una breve y jugosa lista de obras en este género ya que Varda conoce en profundidad el lenguaje del universo documental y juega con sus matices como pocos lo han hecho.
Visage, village se presenta como una obra testamentaria, pareciera una suerte de diario íntimo que comparte con el espectador, no es detalle menor que la realizadora la filma hoy con 89 años, llenos de energía creativa pero con una juventud que ha quedado lejos en el tiempo cronológico del cuerpo.
La magia es que aun cuando la palabra testamento resuena a “muerte” y “final” el documental resuma vitalidad, y se muestra como un homenaje a las cosas bellas y a los seres anónimos, dejando ver escena tras escena como Varda mantiene un amor noble y leal por el séptimo arte.
Junto a JR, un fotógrafo y muralista callejero, gran artista de nueva ola del arte contemporáneo, arman un proyecto colectivo, una película realizada por ambos.
La meta es dejarse llevar -vale la idea de fluir como si el azar marcara el destino- por las rutas del interior de Francia, en busca de seres secretos, diferentes y desconocidos que estudian en su universo cotidiano irrumpiendo en sus vidas mansas y previsibles.
Para todos ellos crearán intervenciones fotográficas (gigantografías) modificando sus vidas con estos pequeños estallidos de arte urbano. Y así un día, sin saber cómo ni cuándo, el frente de una casa perdida en la nada, casi pegada al olvido, lleva el rostro gigante de la mujer mayor de un pueblo, y se exhibe enorme y en blanco y negro pegado en el gran muro por donde asoma su puerta. Intervienen la vida con arte en un diálogo permanente entre quien observa y quien es observado, dejando la huella de la obra en la misma realidad, una pared, una puerta, una roca, y mucho más.
De ese modo, el viaje es una investigación doble, una doble mirada, por un lado hacia afuera, hacia “el rostro de los otros” donde nos descubrimos y nos resignificamos cada vez, y por otra parte es un viaje al interior del mundo personal de Agnes Varda: su historia y su presente que se abren frente a los ojos ocultos tras los lentes de sol del joven treinteañero JR con quien arma un ping pong donde debaten sus temas, sus amores y sus fantasmas.
El diario de Varda despliega su universo interior: sus sueños latentes, sus preguntas sin respuestas, y el mundo de la vejez que impone pérdidas y despedidas de aquello que tuvimos y se va inexorablemente.
El mérito del documental que pasea por los estadíos emocionales como si fueran colores y formas, es su precisión narrativa, visual y su contenido lleno de fuerza y debilidad, la doble forma de la condición humana.
El hallazgo esencial del relato es que habla de lo que nos queda antes de dejar de ver, de escuchar o de “la existencia de un otro”, mientras el devenir del arte y de las pasiones no se detiene en uno solo sino que van de mano en mano.
Es bella la imagen de JR y Agnes juntos en la playa, de alguna manera metafórica ella le “pasa la posta” antes de que llegue el final, todo funda a negro y no haya nada más para decir.
Por Victoria Leven
@victorialeven