Diversidad en los extremos
Premiada coproducción entre Alemania, Argentina, Holanda y Chile, elige ocho puntos opuestos del Globo –de Villaguay a Shanghai, pasando por la Patagonia chilena y los alrededores del lago Baikal– para dar cuenta de opuestos culturales y geográficos.
¿Merecen las antípodas ser vivadas? Durante una estadía en Argentina, el apreciado realizador ruso Victor Kossakovsky –el DocBsAs le dedicó una retro, unos años atrás– descubrió que trazando una línea recta a través de la Tierra, desde un perdido rinconcito de Entre Ríos podría llegarse a ese centro del mundo futuro que es Shanghai. Fue así que se le ocurrió filmar un documental sobre las antípodas terrestres, tema tan válido como la germinación de la papa o la cuadratura del círculo. Premiada coproducción entre Alemania, Argentina, Holanda y Chile, ¡Vivan las antípodas! (el título original es así, en castellano) elige ocho puntos opuestos del globo, mostrando en ellos... ocho puntos opuestos del globo. Eso sí, lo hace con un lujo fotográfico digno de la revista Life, y algunos trucos visuales que están entre la ocurrencia y el chistonto. Pero es allí que aparecen un par de equivalentes entrerrianos de Inodoro Pereyra y el Mendieta, que convierte a esta National Geographic en movimiento en un antológico suplemento especial de la revista Hortensia.
Los cuatro pares de antípodas que Kossakovsky visita son, además de Villaguay y Shanghai (la sola rima ya es un chiste; pensar que a los paisanos se los llama “chinos”, otro), la Patagonia chilena y los alrededores del lago Baikal, Hawai y una aldea de Botswana, y la costa neocelandesa y el pueblo español de Miraflores. El montaje, a cargo del propio realizador (tanto como la dirección de fotografía) alterna entre uno y otro punto, filmando algunas escenas “boca abajo” (algo que Wong Kar-wai ya había hecho hace como quince años, para ilustrar la misma idea, en Happy Together), mostrando una antípoda con música típica de la otra (chinos con chamamés) y apelando en otras ocasiones a fotomontajes, para mostrar ambas antípodas en la misma imagen, una patas arriba y la otra de pie. Más allá de esos chiches (y de atardeceres color durazno, y de figuras asiluetadas sobre una ladera y de reflejos del sol sobre el Indico o el Baikal), lo que muestra ¡Vivan las antípodas! es mucha gente y muchas bicicletas en Shanghai, nada de gente, algunos cóndores y muchos gatos en la Patagonia chilena, una campesina rubia y su hija igualmente rubia, admirando la espejada superficie del lago estepario, pobladores, leones y elefantes en Botswana y en Miraflores, piedras y baldío.
Más sustanciosos resultan una pobre ballena varada en las costas de Nueva Zelanda (fríamente horroroso, su destazamiento con sierra eléctrica, para poder trasladarla), los contrastes entre la modernidad urbana de Shanghai y las ruinas de los desalojos (algo que Jia Zhangke trató más a fondo en buena parte de su filmografía) y las impresionantes formaciones de lava solidificada (y no tanto) en Hawai. Nada de eso deja de parecer una edición de lujo de The National Geographic. Lo que hace de ¡Vivan las antípodas! un documental imperdible son los dos paisanos de Villaguay, cuya única dedicación consiste en intentar lucrar (sin mucho éxito, por lo que puede verse), cobrando peaje a los esporádicos choferes que cruzan un frágil puentecito de las inmediaciones. Cuando no lo hacen, se asoman a la puerta del rancho y filosofan, oteando el cielo para ver si viene lluvia. Filosofan sobre su perro viejo y cojeante (el Mendieta del caso), sobre los chinos (se nota que el director les dio letra), sobre sí mismos (“me dicen ‘lavarropas’, porque me manejan las mujeres”) y sobre el modo en que esas tierras se inundan. “Parece una metáfora, pero es así, nomás”, le dice uno a otro, contemplando la inundación. Oportunidad desaprovechada: era sobre ellos que habría que haber filmado un documental.