Documental bien construido, hermosamente filmado y técnicamente exquisito
Así como sucedía con “El árbol de la vida” (2011), de Terrence Malick, el director de “¡Vivan las antípodas!” encontró una forma visualmente poética de buscar respuestas a preguntas como: ¿Qué nos conecta a los humanos? ¿Cómo somos? ¿Qué cosas nos mueven de un lugar a otro? Si estamos en lugares tan distintos, ¿por qué nos parecemos tanto? ¿Qué sucede en el lugar más opuesto al que estoy parado?
En un punto de Entre Ríos dos hombres (muy pintorescos) charlan y ven cruzar vehículos por un puente destartalado con un marco natural imponente. Del lado opuesto, una lluviosa ciudad de Shangai soporta el peso de miles de personas que la recorren y cruzan otro puente que los lleva a sus destinos.
Cada vez que nos situamos en un lugar y nos adaptamos a él, la mágica cámara de Víctor Kossakovsky gira literal y lentamente al lado opuesto del mundo. Se toma su tiempo para asimilar el nuevo paisaje ya sea en España, en Rusia o en Nueva Zelanda.
Todo es tan opuesto, que no es tan distinto. A ese lugar parece querer ir este documental muy bien construido, hermosamente filmado y técnicamente impecable.
El espectador deberá pedirle a su mente una capacidad adicional a la que habitualmente utiliza en la sala cinematográfica para poder asimilar lo que la cámara muestra. Podría ser análogo a ir a un museo de pinturas. No es en el montaje del recorrido donde encontramos el arte de “¡Vivan las antípodas!”; sino en nuestro poder de observación e interpretación. El realizador logra hacer poesía con su búsqueda de encuadres, una dirección de fotografía extraordinaria y la dosis justa de música que muchas veces aporta tanto humor (Shangai con chamamé por ejemplo), como admiración (el paisaje ruso o los atardeceres en Entre Ríos). Por eso es bueno saber que si se quiere disfrutar esta obra, más que tiempo hace falta predisposición.