Viviendo con el enemigo es un ejemplo cabal de cine apolillado; esto es, de un tipo de cine que se hacía hace 25 o 30 años y que hoy luce como extrapolado de su tiempo. Melodrama plagado de lugares comunes, la película propone un triángulo amoroso imposible en medio de la posguerra.
Rachael Morgan (Keira Knightley, en su enésima participación en una película de época) llega a Hamburgo para reunirse con su marido Lewis (Jason Clarke), un coronel británico que tiene la misión de poner un poco de orden en medio de las ruinas. Lo que no sabe es que compartirán techo con un viudo alemán (Alexander Skarsgård) y su hija. Lo que ocurre es de manual: Rachael al principio desconfía del anfitrión, pero después empieza a mirarlo con otros ojos, todo mientras Lewis sigue enfrascado en su trabajo.
Más allá de lo inverosímil de la situación, la película tiene un guión plagado de diálogos altisonantes que los actores enuncian en un tono grave y solemne, además de una serie de situaciones que parecen sacadas de una telenovela de Andrea del Boca. Por si fuera poco, la puesta en escena es tan majestuosa y elegante con fría y distante. Imposible que funcione una historia sobre la pasión cuando si algo no hay es justamente... pasión.