Viviendo con el enemigo cuenta la historia del después. Del después de la victoria aliada en una Hamburgo devastada, del después del dolor que dejan las pérdidas irreparables, del después de un amor extraviado por las frías exigencias de la reconstrucción. James Kent adapta el best seller de Rhidian Brook con una extraña sujeción, como si quisiera crear la ilusión de que esa historia está filmada con el didactismo que exigen sus inmediatas consecuencias. Pero la guerra también está teñida de años de historia del cine, y filmar a la distancia un melodrama sobre un amor ilícito, sobre la tensa convivencia entre enemigos bélicos, sobre las heridas con las que las naciones engendran su nuevo futuro, requiere menos discreta corrección que algo de arrebato y riesgo.
La imponente casa del arquitecto Lubert y su hija Freda se convierte en un pequeño mapa de la ciudad ocupada por las fuerzas aliadas, con sus zonas prohibidas, sus cuadros retirados, sus espacios de esperados encuentros. Allí llegan el coronel Morgan y su esposa, británicos en tierra enemiga, que combinan su propio duelo con el aura culposa de la victoria. El director maneja ese juego geográfico con pericia antes que intensidad, pero consigue dar el marco necesario a la soledad que atraviesa a Keira Knightley, y hace que Jason Clarke sea quien mejor lo aproveche, en ese gesto de contenido dolor que solo el silencio de su propia derrota puede contener.