EL MELODRAMA ANTES QUE LA ÉPOCA
Las guerras mundiales continúan siendo –lógicamente- traumas no resueltos para las naciones europeas y por eso los cines de esas latitudes (apoyándose muchas veces en bases literarias) suelen volver una y otra vez a esos años, con el desafío constante de no repetirse. Dentro de ese espectro, lo de Viviendo con el enemigo –espantosa traducción local para el original The aftermath– tiene su ligera cuota de originalidad, a partir de cómo pone a dialogar las distintas miradas que se fueron construyendo durante la posguerra.
El film de James Kent, basado en una novela de Rhidian Brook, se centra inicialmente en Rachael (Keira Knightley), quien viaja de Londres a Hamburgo, donde la espera su esposo, Lewis (Jason Clarke), un oficial que está a cargo de buena parte de la supervisión de la reconstrucción luego de la guerra, en una ciudad en ruinas, donde la gente está acuciada por el hambre y los resabios del nazismo todavía están activos. A la pareja le toca vivir en una residencia confiscada y deberán convivir con los antiguos ocupantes: Stephen (Alexander Skarsgård), un arquitecto alemán, y su hija adolescente, a los que se suman el personal de servidumbre. Esa convivencia será cada vez más tensa, con lo íntimo y lo político retroalimentándose.
Lo más interesante y atractivo de Viviendo con el enemigo está en la vertiente personal y particular, a partir de cómo el relato dosifica la información desde las miradas, los gestos, los silencios y el lenguaje corporal. Así se va conociendo el pasado de Rachael y Lewis, marcado por la pérdida de un hijo durante un bombardeo en la Guerra, que es una herida no cerrada y que agrieta el matrimonio; la carga que representa para Stephen la muerte de su esposa y la problemática convivencia con su hija; pero también las diferencias entre los distintos ocupantes de la casa, que luego mutan cuando Rachael y Stephen comienzan a desarrollar una atracción romántica, creando de esta forma un triángulo amoroso.
No sucede lo mismo con el retrato de esa Alemania en descomposición, donde los distintos bandos en disputa en intercambian los roles de víctimas y victimarios: allí, a la película le cuesta mucho enhebrar una mirada que vaya más allá del discurso esquemático y biempensante. Eso se nota particularmente en algunos personajes de reparto, como un oficial británico que desconfía de todos los alemanes, y un joven integrante de una organización clandestina que se la pasa remarcando su adhesión al nazismo.
En cierto modo, Viviendo con el enemigo parece reconocer sus propias limitaciones para la reflexión histórica y por eso le va dando cada vez más peso al melodrama romántico. Y aunque cae en unos cuantos subrayados, además de un par de resoluciones apresuradas (particularmente en el final), cuenta a su favor con la humanidad y nobleza de los protagonistas. Rachael, Lewis y Stephen conforman un triángulo donde confluyen la frialdad y lo pasional, en el que las actuaciones de Knigthley, Clarke y Skarsgård sostienen buena parte de la credibilidad de la historia y hasta le dan un marco potente a la época. Viviendo con el enemigo es, al fin y al cabo, mucho más atrayente por lo particular que por lo general.