Vivir al límite: un mes para volverse loco
Más de 30 cines en nuestro país mantienen en cartelera la película dirigida por Kathryn Bigelow quien, junto al guionista Mark Boal, hicieron un relato “preciso” de un comando de élite de desarmadores de bombas en Bagdad -Boal incluso fue periodista en Irak-.
Todo comienza con una misión de la “Compañía Bravo”, que debe estar un mes acudiendo a los llamados y alertas ante las posibles bombas que han dejado los “enemigos” -nunca identificados pero, “claramente”, criminales sin escrúpulos-. Tras el fracaso de una misión, que hace que se pierda un miembro del “trío especial”, llegará el sargento William James como reemplazo: un desaforado –por fuera de las normas y métodos “normales” de seguridad y trabajo en equipo-; un “lanzado” a la acción.
Toda la película transcurre –en las misiones, en sus descansos y en algunos momentos de intimidad– por la actividad y vida de estos soldados; cada misión y el suspenso que genera, es el “gancho” principal de la misma: cada bomba a punto de estallar, y el suspenso que acompaña toda la historia es la médula de esta película, “simbiótica” entre el cine mainstream y el “independiente” -sobre todo, teniendo en cuenta el bajo presupuesto con que contó Bigelow-.
Desde su estreno en los festivales de cine en 2008 -Venecia y Toronto-, Vivir al límite (o The Hurt Locker, tal su título original) pretende la “asepsia” de una cámara –por momentos demasiado “tambaleante”– que sigue a un equipo ultra-especializado, dejando al conjunto de la situación -¡la invasión a Irak!- totalmente fuera. Una primer discusión que generó, fue entre quienes la criticaron por ser funcional a la guerra norteamericana, y otra que la llegó a proponer como “apolítica” . Pasemos entonces a un plot spoiler.
La ausencia de dimensión política
La posibilidad de retratar a esta “élite” es la “ventaja” que tiene el relato para “omitir” la política –o desarrollar una que convenza sobre la “nobleza” de los yanquis allí apostados–. Al estilo de las “viejas conocidas” películas de Hollywood sobre Vietnam, esta vez, cambiando el escenario -desierto por selva-, los soldados combaten contra un enemigo “desconocido”, “invisible”, que los ataca tanto en la ciudad como en el desierto.
Lo particular del relato de los desarmabombas termina presentando “las cosas porque sí”: en medio del frenesí de las misiones no hay la menor alusión -o si las hay son tan mínimas que apenas se ven- a la dirección política y el interés económico de la “misión a Irak”. Cubierto bajo el manto de la presentación, con la cita de un periodista que dijo: “la guerra es una droga”, Vivir al límite trata de llevarla, literalmente, a la dimensión adicto-individualista que pretende mostrar.
Como perros enjaulados, el “trío de expertos” combate y cuenta los días que le quedan allí.
Así como combaten sin “fin” –aparente-, también lo hacen sin método: hay una misión que les asignan tras una explosión en la supuestamente segura “zona verde”: descubrir quién y cómo logró el atentando. James los acercará a un fracaso: hieren y casi capturan a uno de sus hombres, que luego podrá regresar a EEUU, herido, con una indudable expresión: “¡Sáquenme de este maldito desierto!”. Lo que se le escapó al guionista tras esta escena es lo que podría ser una buena metáfora en un momento de crisis de James: cuando se mete en la ducha con el uniforme puesto. Una imagen que deberíamos interpretar como el “símbolo” de la clase de guerra que hacen los norteamericanos en ese país -y en otros del Medio Oriente-: una verdadera guerra sucia. La realidad es que, estos soldados-especialistas, que cuentan cada día que falta para terminar su período en Bagdad, terminan (casi) locos.
Sin embargo –interpretaciones aparte– habrá rasgos de humanidad en el protagonista: con la clara intención de contrastar contra los “otros-desconocidos”: iraquíes rebeldes o resistentes a la ocupación, James se hará “amigo” de un niño nativo, jugando a la pelota y comprándole por unos pocos dólares, DVD “truchos”. También quedará “shockeado” ante la –supuesta- muerte del mismo –cuando lo encuentra en una camilla tras el intento de transformarlo en niño-bomba, en un improvisado quirófano de un “taller terrorista”-. Y, cuando intente salvar a un hombre que fue obligado -con cadenas y candados- a llevar un chaleco con explosivos.
Todo terminará con un héroe “endurecido” tras tantas misiones -según dice en un momento, más de 800 bombas desactivadas por él- y una breve “confesión”, al regresar, a su hijo de apenas un año: “cuando creces, amas menos cosas”. James regresa a lo único que ama: Irak –e incluso antes logra entusiasmar a otro colega para que desista del uso de robots a control remoto y se enfrente, sólo él y un traje protector, a las bombas–. ¡La guerra por sobre todas las cosas de la vida!
Sobre una crítica-sin-crítica
Agregaré aquí sólo unas líneas a la extraña nota del PO, firmada por Judas. Allí se dice que es una “película incómoda”, ya que la misma “denuncia la ocupación a través de la hostilidad que la población iraquí muestra hacia los soldados estadounidenses: los niños les tiran piedras, las miradas que les dirigen son de odio” . Pero como vimos a lo largo de esta nota, no es así. Ya explicamos -haciendo un análisis bastante completo de los elementos que se encuentran en el film, y no reivindicando una obviedad vista mil veces en los noticieros –excepto CNN y afines–: la hostilidad de la población a la invasión yanqui –e incluso la opinión generalizada, que hay a nivel mundial, de cuáles son los objetivos de la ocupación- que la película no sólo no hace ninguna crítica a la ocupación -sencillamente, porque nunca la menciona o presenta como tal-, sino que tampoco la directora pretendió alguna vez hacerlo -el guionista tampoco-. Esta es la crítica fácil: aquella que toma –apenas- algún elemento de la obra a comentar, para reivindicarlo sin más -por ello también dice Judas en la misma nota que la película de James Cameron, Avatar, “hace que los marines estadounidenses queden muy mal parados”, cuando el héroe en cuestión es, justamente... ¡un marine “traidor”!
No se le puede pedir al cine -y a ninguna obra de arte- que “refleje” fiel y/o completamente la realidad: todo arte puede hacer alusión al mundo contemporáneo de modo directo, o por múltiples vías “indirectas” -incluso cuando omite o resalta un “detalle”-. Pero –hecha esta consideración general– queda claro que Vivir al límite es la “obra culmine” de una directora que pasó de la semiología y el estudio “académico” junto a Susan Sontag en la década de 1970, a la incursión en la “rudeza” y “hombría” en películas policiales y militares que hizo en los 80’ y 90’.
La “locura light” de estos “héroes” que propone Vivir... desembocó, en la vida real, en cientos, miles, de casos de tortura y abusos contra los prisioneros nativos -fotografiados, filmados y difundidos por ellos mismos-; con sólo decir cárcel de Abu Ghraib alcanza.
El relato preciso y bien contado –además de la cantidad de premios Oscar ganados, junto al “honor” de ser la primer mujer-directora que recibe este premio – de este film no puede superar -o superponerse- al contenido, claramente apologético -por acción y omisión- de la invasión de los EEUU a Irak.