Cinema fala (de músicas y creaciones de una época) La década de 1960 en Brasil conoció una eclosión en lo político-social-cultural-artístico: el Tropicalismo. Ese movimiento, donde animaban, “agitaban”, creaban y discutían artistas (músicos y compositores, poetas, artistas visuales y plásticos, etc.) y público, padeció la represión de la dictadura de 1964, y quedó, como toda genuina vanguardia, como un monumental (y maravilloso) corpus de obras. Como una referencia ineludible para todo el devenir posterior en el arte y la cultura hasta nuestro presente. Tropicália (2012), del director Marcelo Machado, ya fue vista en unos 15 países y se estrena este jueves 9 en el BAMA Cine Arte, el 11 en el MALBA, y recorrerá luego varias salas y provincias del país, llegando también a Uruguay y a Chile. Con Tropicália puede conocerse cómo fueron los “años clave” 1967, 68 y 69, con los más destacados artistas de ese fenómeno: Gal Costa, Caetano Veloso, Gilberto Gil, Torquato Neto, Os Mutantes (con Rita Lee), y otros referentes como Jorge Ben, quienes había realizado un mix entre las tradiciones de la cultura brasileña y las nuevas (y “foráneas”) expresiones como el rock, el pop y la “cultura masiva” que comenzaba a propagarse vía la TV. Así, el movimiento, que fue bautizado en referencia a una obra del artista plástico vanguardista Hélio Oiticica, se mantuvo unido en las calles con la juventud y los trabajadores, en manifestaciones contra la dictadura y la represión; y con disputas y discusiones al interior del movimiento, alrededor del “tema estético”: la juventud y los estudiantes estaban en contra de que se admitieran expresiones extranjeras y comerciales locales –por ejemplo el programa “La Joven Guardia”, conducido por Roberto Carlos–, en una suerte de “nacionalismo cultural” que llevó a agitadas y agrias discusiones entre Veloso y Gil con los estudiantes (de ahí surgirá luego, en una solidaridad que se hacía eco de la “incomprensión del público”, padecida por él mismo tiempo atrás, la obra viva vaia (1972), dedicada a Caetano, del poeta Augusto de Campos –referente junto a su hermano Haroldo y Décio Pignatari del movimiento concretista, surgido en los 50, “antropófago” y de fundamental influencia entre estos artistas–). Es en este contexto que, interpretando “É proibido proibir”, Caetano le gritará al público que lo silva (vaia): “¿Es esta la juventud que dice que quiere tomar el poder? Si ustedes son caretas en política como lo son en estética, estamos perdidos”. Otro artista que aparece, inevitable, con sus obras e influencias, es el cineasta Glauber Rocha y su Terra em Transe (1967). La película de Machado cuenta con varias perlas históricas “de archivo”, desconocidas (Caetano y Gil presentados en la TV británica, ya exiliados por la dictadura, anunciando la desaparición del movimiento –o cuanto menos su falta de responsabilidad por lo que se haga en su nombre allá en Brasil–: “el Tropicalismo no existe más”); interesantes declaraciones y datos puntuales (como el que recuerda el empuje de Maria Bethânia en los inicios del movimiento tropicalista); y, hablando en la actualidad (viendo las imágenes de época) Gal Costa, Rita Lee, Tom Zé (vehemente, entusiasmado –como siempre–), Sérgio Dias, Caetano y Gil. Otro autor importante de la música (y las letras) que aparece es Jorge Mautner, incluyendo fragmentos de una histórica película (¿lisérgica?) que hicieron, donde “dialoga” con Veloso… Tropicália es un film ideal para quienes conozcan (y amen) la Música Popular Brasileña (MPB) –cosa que en nuestro país ocurre desde hace rato; desde hace varias generaciones–, para quienes quieran acercarse a ella y conocerla, y también para quienes quieran conocer la historia, el contexto, de ese estallido o big bang que fue el tropicalismo en los 60, cuyos astros –una buena mayoría– continúan brillando en el firmamento del presente.
El (nada) discreto encanto de la burguesía (financiera) Varios elementos fomentan el interés por la nueva película de Martin Scorsese, El lobo de Wall Street: como marco más general, la “curiosidad” que se promueve en la cultura masiva por cómo viven (qué hacen) los “ricos y famosos”; también, por el hecho de que el tema que se trata ya ha sido abordado en varios libros y películas: desde la siempre recordada Wall Street (1987), de Oliver Stone, protagonizada por Michael Douglas, pasando por la película del asesino yuppie (impune), basada en el libro de Bret Easton Ellis, American Psycho (1991), hasta la novela de Don DeLillo, Cosmópolis (2003), con su película homónima, dirigida por David Cronenberg, sobre “un día en la vida” de un rico en su limusina. Si a esto le sumamos que desde 2008 estalló una crisis económica que afectó (y afecta) a gran parte del mundo (las crisis de las hipotecas, “subprime” y “activos tóxicos”, junto a un repudio bastante extendido contra los banqueros, CEO’s y brokers, causantes de la crisis que lleva a desempleos y desahucios), y que el director de esta película, célebre por Taxi Driver, Buenos muchachos y Casino, entre otras, tiene en el papel protagónico –más allá de los gustos– al reconocido y popular Leonardo DiCaprio, se puede “aventurar” que acá habrá un “éxito” asegurado. (La película tiene además cinco nominaciones a los premios Óscar. El guión está basado en una historia real: las memorias de Jordan Belfort, un ex directivo de una firma de inversiones que comenzó su carrera a fines de 1980 y se hizo millonario durante los ‘901. Tal como aparecen en la novela La hoguera de las vanidades (también llevada al cine), de Tom Wolfe, los protagonistas de esta historia son los (auto)denominados “amos del universo”. Cuenta Belfort: “Era 1987, y parecía que los yuppies imbéciles […] gobernaban el mundo. Wall Street estaba en plena fase ascendente, y escupía nuevos millonarios de a docenas. El dinero era barato, y un tipo llamado Michael Wilkin había inventado algo llamado ‘bonos basura’ que cambió la manera en que las corporaciones de los Estados Unidos hacían negocios. Fue una época de codicia desenfrenada y locos excesos. La era del yuppie”2. Aunque puede encontrarse algún “guiño” a la situación actual –o pensarse directamente: “nada cambió desde entonces”–, por ejemplo, cuando Belfort, para dar un gran salto con su naciente empresa propone a sus empleados concentrarse en “el 1% más rico” del país para venderles las acciones (y ya no al “99%”, que apenas arriesgaban/entregaban unos cientos o pocos miles de dólares), la película se propone solo ser “fiel” representando la historia de entonces. Desde la imagen y el ritmo, es una película que impacta por su permanente acumulación de escenas (luego de una introducción donde vemos a un joven Belfort ingresar al “mundo de las finanzas”… a poco de un desplome bursátil, y luego el “despegue” con su propia “firma” y empleados), donde se suceden vertiginosamente negocios y más negocios, drogas, fiestas y sexo. Dijo el mismo Scorsese sobre su obra: “intenta ser […] una mirada al corazón de los Estados Unidos. Y también a la naturaleza humana: la ambición, la sed de poder, el deseo de conquistar todo lo que haya por conquistar no son exclusivas de los Estados Unidos. Lo que intenté hacer fue llevarla más lejos, empujarlas más en términos de estilo, de salvajismo, de locura”3. También hay escenas patéticamente cómicas que, siendo bastante evidentes, simples, predecibles, dan un tono ligero a –y ayudan a (sobre)llevar– las tres horas de duración del film. Aunque hay unas pocas escenas dramáticas (o tragicómicas: como el peligro de muerte por asfixia que sufre la mano derecha de Belfort… con jamón; o el divorcio de Belfort y la pelea por los hijos) apenas tienen peso en la historia. DiCaprio es en general solvente en su papel (va con personajes “enérgicos”, como ya lo demostró, por ejemplo, en J. Edgar (2011)), y el eje alrededor del cual gira el resto de los personajes que protagonizan Jonah Hill, Matthew McConaughey, Rob Reiner y Joanna Lumley. Scorsese nos brinda una película que (¿inevitablemente?) trae reminiscencias de otras obras suyas, aunque esta es sobreabundante y repetitiva. Tal vez ahí, en ese extenso “machaque” radique uno de sus principales defectos pero también su triunfo en cuanto a plantar a su personaje firmemente buscando generar así empatía con el público (el tono con el que el personaje de DiCaprio (nos) cuenta su historia –con su voz en off e incluso hablando directo a cámara– busca mostrarlo como alguien “espontáneo”, casi “chambón”, risible, llevado por sus “impulsos”, cueste lo que cueste, a “ganar dinero”). A diferencia del hermetismo déspota del personaje de El capital (2012), de Costa-Gavras (otro directivo de las finanzas, consciente de los planes de “reducción de personal” que debe aplicar para que suban las acciones), acá se busca, en palabras de Scorsese, “implicar al espectador en forma directa con la moral del personaje”: “no es posible relacionarse con protagonistas que sean seres repulsivos y nada más. En ese caso el espectador mantiene la distancia, no los relaciona consigo mismo. Los ve como monstruos y eso es tranquilizador, ya que puede depositarse en ellos todo lo negativo, mientras que nosotros, los que estamos de este lado, somos los buenos, los normales. A mí me interesa poner al espectador en la situación contraria: la de que ese mundo lo fascine lo suficiente como para querer ser parte de él. De ese modo, cuando ese orden se da vuelta el espectador se ve obligado a replantearse qué lo hizo querer estar en ese lugar”4. Entonces ¿cuál sería el “mensaje”? ¿“Todos podemos (o podemos desear) ser Jordan Belfort”? Como todos tenemos ambiciones –así como el personaje del FBI; un solitario y decidido (incorruptible) investigador de “delincuentes financieros”–, el final de la película permite así verlo: no es Belfort “el malo” de la historia, sino… el grueso de la gente: el público que va a oírlo dar una charla “motivante” para emprender proyectos, vender, “triunfar en la vida”, “ser exitoso”, etcétera. El lobo de Wall Street de Scorsese se reduce a “su historia”: endogámica, de formas apabullantes, “aceleradas” y repletas de “excesos”. Otras “conexiones”, “aperturas” o conclusiones con esta historia quedan entonces a cargo del público. 1 Tras haber sido enjuiciado por “prácticas ilegales”, multado por estafas con diez millones de dólares y condenado a la cárcel por casi dos años, se dedica ahora a dar “charlas motivacionales”. 2 Jordan Belfort, El lobo de Wall Street, Booket, 2013 (ed. original 2007), p. 12. 3 Reportaje de Nick Fridman a Scorsese publicado en el diario Página/12, 2/1/2014. 4 Ídem.
Una mujer (burguesa) al ¿borde? de un ataque de nervios Luego de un periplo cinematográfico por algunas importantes ciudades del mundo (Roma, Londres, Barcelona, París) los últimos años, y con historias de difuso espíritu –por decir lo menos–, Woody Allen nos regresa, con Blue Jasmine (2013), a los Estados Unidos. Y a sus reconocibles –y siempre esperadas– buenas historias. En consonancia con el argumento de uno de los grandes clásicos del dramaturgo norteamericano Tennessee Williams, “Un tranvía llamado Deseo”, Allen nos invita a presenciar el encuentro de dos hermanas (adoptadas), donde una, Jasmine (interpretada magistralmente por Cate Blanchett), necesita la solidaridad de Ginger (Sally Hawkins), habida cuenta de la quiebra económica y encarcelamiento de su esposo Hal (Alec Baldwin). Ginger recibirá a Jasmine en su casa, y así veremos las fricciones y choques de dos mundos (sociales): el de los ricos financistas de Nueva York (condensados en Jasmine –cuyo nombre original-real era Jeannette–), y el de los asalariados de San Francisco (Ginger y su troupe de hijos, amigos, su novio y un ex…). Con precisos (y oportunos, muy bien puestos) flashbacks se va mostrando la opulenta (y despreocupada, y filantrópica) vida de Jasmine, mientras trata de “recuperarse” de sus pérdidas, pensando cómo rehacer su vida (en busca de un trabajo y/o estudios, de un nuevo “amor”…). Los engaños, la mentira –“marca registrada”, leit motiv en el cine de Allen–, jugarán más de un papel en esta historia. Y también el azar, los encuentros casuales, serán “definitorios” en la trama. Y más: el autoengaño, como una forma de vida, cuando están garantizadas todas las comodidades materiales (cuestión que contrasta con la sinceridad y choque abierto con que enfrentan los conflictos y situaciones que se les presentan los personajes de origen humilde –aunque acá puede decirse también que, a diferencia del tratamiento que les da Allen a los personajes y situaciones de clase alta, hay cierto “paternalismo” o simplificación en cómo los pinta–). La película en su conjunto es dinámica, todas las actuaciones son más que buenas –destacándose la versátil interpretación de Blanchett–, y la historia, contundente. Habrá en este drama momentos de humor, de paradojas y comicidades (duelos verbales, choques ácidos y críticas entre Jasmine y su hermana, entre Jasmine y el novio de aquélla, Chili, entre otros), momentos de incertidumbre y zozobra, y giros sorpresivos. Con excelente fotografía, música (jazz y blues), escenografías y vestuarios, Blue Jasmine parece haber recobrado aquella “vieja” potencia tragicómica de Allen. Un cine inteligente, de personajes intensos y situaciones imprevistas.
La madre (y abuela, en la Rusia del siglo XXI). Elena, del director Andrei Zvyaguintsev (quien, con 49 años, es uno de los más destacados representantes del llamado “nuevo cine ruso”), cuenta el drama de su protagonista, (justamente) llamada Elena: una mujer de unos 50 años, que vive con su esposo Vladimir, un hombre rico, septuagenario (al parecer, es un empresario jubilado). El núcleo de la historia gira alrededor de ellos (y especialmente de Elena), y con los hijos de ambos, provenientes de parejas previas: Elena tiene un hijo desocupado, que a la vez es padre de dos hijos, “con un tercero en camino”; y él, Vladimir, tiene una hija soltera quien, según dice él mismo, es “una hedonista”, una individualista. La crisis de esta historia se desencadena cuando Vladimir decide, tras una situación de riesgo mortal, apurar su testamento, y Elena decidirá actuar para evitarlo… Película impecablemente filmada, contiene buenos planos aunque, a diferencia de los (más) impresionantes e impactantes que hay en las dos películas anteriores de Zvyaguintsev, El retorno y El destierro, donde abundan los “paisajes naturales” y rurales –fiel a la escuela de Andrei Tarkovski–, acá el ojo de la cámara se posa sobre (y también sigue) la “vida cotidiana” de los personajes: el despertarse a diario del matrimonio (que duerme en camas separadas), el desayuno, el trabajo, el gimnasio, el manejar un auto (último modelo), el hacer visitas familiares, etc. Y al mismo tiempo, este seguimiento a los personajes permite que, aunque algunas veces no hablen, sus acciones y gestos “los pinten de cuerpo entero”. Si pudiera hacerse una comparación desde lo fílmico a lo literario, Elena, y más en general, las tres películas de Zvyagintsev, tienen la calidad de cualquier buen cuento de Tolstoi, con su crudo contenido “realista” de tragedias inevitables. Lo que –desde ya– no es poco decir. Por otra parte, y teniendo en cuenta otro ángulo (posible) de la película, caída la URSS en 1989 se ve a las claras cómo el capitalismo impuso en Rusia los últimos 30 años su “moderna” “cultura” de individualismo competitivo y consumismo… Los orígenes humildes de Helena (y su “rol fundamental” como empleada doméstica y enfermera), y el monoblock obrero-plebeyo donde vive su hijo con su familia –dura “historia” de hijo adolescente “ni-ni” incluida– contrastan con el lujo y confort de su esposo y la vida ociosa de su hija. Además de los retratos familiares e individuales, hay entonces una suerte de “retrato social” (o al menos su esbozo, o alguna alegoría con “unos cuantos” personajes) de la Rusia actual. Porque atención: en esta historia cruenta, contada firme pero al mismo tiempo apaciblemente, no aparecen los aires de cierto “romanticismo nihilista” à la Dostoievsky, sino un crudo “darwinismo”: una (“micro”)lucha (social) por la “supervivencia del más apto”… Tragedia dostoievskyana en un solo sentido: el los oscuros caminos que llevan a un personaje a cometer alguna de las más abyectas acciones humanas (en este caso ¿qué prima en Helena: su rol de madre, de abuela, de esposa “acomodada”, de plebeya “sobreviviente”, de solidaria con su familia “sanguínea”?…). Acompañada por la sinfonía N.° 3 de Philip Glass, esta película rompe la “monotonía” y repetición de temas (“aventuras y acción”, “terror”, comedias hollywoodenses) que cada jueves ofrece el cine comercial; va a contramano de eso (como también lo hace el otro gran drama que todavía está en algún cine: Amor, de Michael Haneke), y es un gran logro creativo: Elena combina el drama (familiar y social) con el thriller e incluso el film noir (o “cine negro”), de manera justa y precisa. Hay tempos (narrativos: de tensión y distensión, de sorpresa e incógnitas) y coloridas “composiciones de lugar”.
Guerra (cinematográfica) contra el terrorismo La noche más oscura (Zero Dark Thirty), de Kathryn Bigelow, recientemente estrenada en nuestro país, muestra al equipo de “inteligencia” que, en operación secreta, encontró y asesinó a Osama Bin Laden el 1° de mayo de 2011. En dos (largas, densas, oscuras) horas y media, se ve a Maya (Jessica Chastain), agente “novata” de la CIA, seguir obsesivamente las pistas que terminarán descubriendo al oculto líder de Al Qaeda. Claro que “las pistas” surgen, como en la realidad, no sólo desde el monitoreo y la vigilancia más elemental (satélites, cámaras, teléfonos “pinchados”), sino de la tortura. Tras su estreno en algunas salas “selectas” en EE.UU., desató una gran polémica acerca de la apología sobre la tortura utilizada por la CIA y los militares: cómo Bigelow y el guionista Marc Boal (periodista “empotrado” al ejército yanqui en 2004 en Irak) la presentan, la justifican, como consecuencia directa (“inevitable”) de los atentados a las Torres Gemelas el 11S (la película comienza con los audios de los ataques terroristas para pasar de ahí al cuarto de una “zona negra” donde se tortura a un prisionero ligado a Al Qaeda: submarino, golpes, humillaciones y un brutal encierro). La película, nominada para 5 premios Oscar, incluso generó discusiones en la Academia de Hollywood: el actor David Clennon, hizo público su rechazo: La noche más oscura “no admite en ningún momento que la tortura es inmoral y criminal”. Y, por otra parte, los republicanos denunciaron a Obama y los demócratas por facilitar “secretos de Estado” a Boal y Bigelow –se admitió una reunión de 45 minutos de éstos con el jefe de operaciones especiales del Pentágono, Michael Vickers–; mientras que Leon Panneta, secretario de Defensa, dijo que es “una buena película”, y que “ciertos pasajes dan una imagen fiel de cómo funcionan las operaciones de inteligencia”. Sobre estas “técnicas de interrogatorio bajo presión” dijo: “Es indiscutible que algunos elementos (las pistas sobre el paradero de Bin Laden) son resultado de algunos de esos métodos”. El Pentágono admitió tener estrecho contacto con Hollywood cuando el “producto” toca estos temas (políticos, militares, históricos), y más aún si es un producto masivo (“asesoraron” también en las películas Transformers y El hombre araña). En este caso ¡se trataría de salvaguardar “la imagen” de agentes y soldados en la cruzada del imperialismo yanqui contra el “terrorismo global”! Bigelow se defendió diciendo que “mostrar no es avalar”… pero esa supuesta “imparcialidad” u “objetividad” se muestra falsa, imposible, cuando se observa cómo decide la directora mostrar la búsqueda de Bin Laden: por medio de personajes “sensibles” (indignados y dolidos por el 11S, en un continuum de ataques terroristas con bombas en varios países y ciudades), patriotas, realistas y, al mismo tiempo, “profesionales”… ¡Incluso los intentos de “humanización” de algunos personajes llegan a la cima (de la ridiculez) cuando otra mujer de la CIA es capaz de cocinarle una torta a un supuesto informante árabe para agasajarlo! Si a esto sumamos las declaraciones de Bigelow (“una historia de determinación”; “un homenaje real a los hombres y mujeres en la comunidad de Inteligencia, que obviamente tienen que, por la naturaleza de su tarea, trabajar en absoluto secreto”; “una muestra de respeto y gran gratitud”) está claro que hay una total empatía e intencionalidad de mostrar dos bandos, donde los norteamericanos son (una vez más, y van…) “los buenos”. La noche más oscura, al proponer, sea o no verdad, como protagonista que dirigió la operación, a una mujer, utiliza lo que se suele llamar “políticamente correcto” (“No imagino que las mujeres no puedan ir al frente de batalla”, dice Bigelow, en el mismo sentido –imperialista– del “quiero ver a más mujeres competir por las posiciones más altas” de la ahora ex secretaria de Estado de EE.UU., Hillary Clinton). Lo mismo hizo Hollywood en 2010, al entregar el Oscar como mejor directora –el primero en la historia adjudicado a una mujer– a la misma Bigelow por Vivir al límite (reseñada en su momento en LVO Nº 368), otra película que intenta “humanizar” una invasión militar imperialista: la ocupación de Irak. ¿Ganará el Oscar como “mejor película”? Más allá de los premios y debates, es un buen “ejercicio” comparar La noche más oscura con la película (mucho menos publicitada y difundida) El camino a Guantánamo, de Michael Winterbottom y Mat Whitecross. Basada en testimonios reales (como el del documental A usted no le gusta la verdad: 4 días en Guantánamo), con imágenes duras y contadas desde el punto de vista de cuatro jóvenes de origen árabe residentes en Londres, está mucho más cerca de la verdad que cualquier (maniqueo) “éxito” (bélico) hollywoodense.
Un montaje para disfrazar La película que dirigió Paula de Luque (exhibida en unos 100 cines de todo el país, en lo que es una verdadera “política de Estado” para promocionarla ofensivamente –ya que las películas argentinas generalmente carecen de salas o van a pocas; tienen meses o años de espera para poder ser estrenadas, etc.–), desde lo fílmico “propiamente dicho”, no está nada lograda: es ampulosa, “exagerada”, errática; posee una extraña mezcla de imágenes: testimoniales, de archivo periodístico y familiares, que intentan articularse con algunos recursos “poéticos” (la imagen de las rutas del “desértico” sur; flores ante el sol; panaderos digitales que llueven desde el cielo a caras sonrientes), junto a la música de Gustavo Santaolalla. De conjunto, no hay nada “jugado” ni creativo. Desde el punto de vista documental, la película no cumple “las reglas mínimas” del género: es imposible acceder a la biografía de Néstor Kirchner: hay ominosos saltos históricos, y así, nada se puede saber respecto a qué hizo el ex gobernador de Santa Cruz durante la dictadura (hay una breve referencia de “se fueron al sur”), ni durante el menemismo, por poner dos (nada desdeñables) ejemplos. Apenas hay anécdotas familiares por parte de la madre y hermanas de NK, la madre de Cristina Fernández y Máximo Kirchner; algún breve testimonio como el de José Luis Gioja, además de la voz en off de varios personajes de la política y la cultura argentinas. En todo el film hay ausencia de fechas e indicación de quiénes son las personas que aparecen o hablan. Néstor Kirchner, la película tiene un único objetivo: presentar a NK como un “salvador”, un “hombre providencial” que habría llegado para, “transformar la Argentina”. El espectador se encuentra con un relato que combina imágenes de los combates callejeros (y la feroz represión, con muertos) en diciembre de 2001, la seguidilla de presidentes del PJ tras la renuncia de De la Rúa, y, finalmente, la asunción de NK. Obviando cualquier mínima honestidad histórica (y política), la película –que fue producida por dos militantes K, el “Chino” Navarro y Jorge “Topo” Devoto, y que contó con la colaboración de Carlos Polimeni y el filósofo de Carta Abierta Ricardo Forster– presenta a NK como un joven “setentista” devenido en atento receptor de las necesidades populares. Para ello se muestran escenas harto repetidas del “relato K”: el discurso de asunción de la presidencia respecto a sus “convicciones”, la bajada del cuadro de Videla, el discurso de entrega de la ESMA a organismos de DD.HH., las peleas con sus ex-socios de Clarín y las patronales rurales en 2008; todo sazonado con la “informalidad de estilo” de NK, los festejos del Bicentenario y testimonios de “plegarias escuchadas” a grandes y chicos. De conjunto, la película intenta demostrar que las grandes luchas de los ’70, derrotadas por la dictadura, así como los reclamos de 2001 (luego de varios lustros de neoliberalismo) tendrían alguna “solución” en el programa de gobierno kirchnerista. También se rememora la Cumbre de las Américas de 2005 en Mar del Plata, donde Hugo Chávez dijo que esa instancia de diplomacia burguesa era “la tumba del ALCA”. En verdad, no era una gran audacia criticar a EE.UU. y sus planes, desprestigiados: con crisis militar en Medio Oriente: Irak, Afganistán, etc.; con crisis económicas, y con un creciente odio de masas en gran parte del mundo, desgastada su hegemonía mundial…) En realidad, para pensar si realmente el kirchnerismo representó (y representa) algún cambio cualitativo (o “de época”) respecto al neoliberalismo, alcanza con señalar –además de todos los personajes de la “vieja política” que allí aparecen, sobreviviendo al 2001… gracias al kirchnerismo: Alberto Fernández, Moyano, Scioli–, cómo ilustra la película el “país en serio” de NK, con la subordinación al capital financiero internacional. Al 93% que aceptó la renegociación para que Argentina saliera del default se les pagó, puntualmente, entre 2003 y 2012, 52.000 millones de dólares, sólo en concepto de intereses. Extraña medida económica que la película presenta como “un acto de soberanía”. Una deuda que, tras la “quita” de la renegociación en 2005, de 126.000 millones de dólares pasó hoy a… 183.000 millones. Por otra parte, muchos de estos “patriotas”, la plana mayor del gobierno y diversos “jefes” provinciales, estuvieron en el pre-estreno en el Luna Park, y desarrollaron una serie de maniobras, exigiendo que los funcionarios fueran con sus familias; comprando y/o regalando entradas a diestra y siniestra; poniendo una cantidad exorbitante de salas, para inflar “artificialmente” la cantidad de espectadores… al parecer, con escaso éxito. Para finalizar, la película tiene el tupé de poner hacia el final la imagen de las vías de un tren, mientras la voz de un noticiero dice que hubo un “enfrentamiento entre bandas sindicales” y aparece ¡apenas una fracción de segundo! la imagen de Mariano Ferreyra, joven militante del PO asesinado. Sin más, se pasa a las imágenes de la muerte de NK, de simpatizantes ofrendando carteles y flores en la Casa Rosada, etc. Nada más cínico que esta burda amalgama, que además de dar lugar a toda clase de interpretaciones (y/o equívocos) omite olímpicamente que este mismo gobierno tiene responsables directos en el crimen de Mariano: desde Aníbal Fernández, jefe en ese entonces de la Federal que liberó la zona para que actuara la patota de la burocracia, hasta el ministro de Trabajo, Carlos Tomada, quien a semanas del crimen charlaba amistosamente por teléfono con José Pedraza, kirchnerista y “capo” de la burocracia de la Unión Ferroviaria. Hablamos, en definitiva, de una gran operación política: intentar recubrir a un gobierno (y a un Estado) burgués, 100% capitalista, con un montaje de imágenes, para disfrazarlo de lo que no es: “transformador”. Más que “cine militante”, la película de De Luque es, en definitiva, mera (y burda) propaganda.
Fallido intento de llevar la novela al cine Cosmópolis, nueva película de David Cronenberg (Videodrome, La mosca, Naked Lunch, entre otras), basada en la novela homónima del escritor norteamericano Don DeLillo, es un intento –fallido, a mi entender– de retratar un día en la vida de Eric Packer, agente del mercado de acciones. La película comienza con un paneo completo de la gran limusina que llevará a Packer de una punta a la otra de la ciudad, para que éste se corte el pelo. Allí, cómodamente instalado, será visitado, en el mismo vehículo, por varios socios y empleados, por amantes y hasta por un médico, ya que se hace un chequeo diario de salud… Indolente, alelado, caprichoso, el protagonista de esta historia es víctima de un ataque de jóvenes anarquistas (el mismo día en que hay una aparición del presidente de los Estados Unidos), visita una librería, algunos restaurantes, una fiesta rave y hasta se cruza con el velorio público de su cantante de rap favorito. Finalmente, y tras lograr arribar a la peluquería al final del día, se encontrará con otro personaje, quien encarna para Packer lo que se suele llamar “el destino final”. Cronenberg, que dijo en un reportaje que tenía presente Líbano y El barco –e hizo ver esas películas a su equipo técnico–, en lo que hace a filmar en ambientes cerrados y “claustrofóbicos”, basó su guión (casi idénticamente) en los diálogos originales de la novela de DeLillo. Pero el resultado no es bueno: la película pone demasiado énfasis en el propio viaje de Packer, desdibujándose el propio protagonista. Los diversos diálogos que tiene Packer con cada visitante de la limusina, va hilando la subjetividad de éste: “filosofía de vida”, conclusiones, dudas “existenciales”, conectadas con caprichos (pretende comprar, cueste lo que cueste, una catedral entera) y su riesgosa apuesta contra la moneda china, el yuan, hacen, de conjunto, una mentalidad contemporánea posible: la de los yuppies o brokers; la de aquellos “amos del universo” (masters of the universe) que varios lustros antes ya retratara Tom Wolfe en su renombrada novela La hoguera de las vanidades. La película de Cronenberg, en cambio, termina dando una serie inconexa de discursos, carentes de (algún) hilo argumental, dejando todo en una suerte de (casi siempre arbitraria) “disquisición filosófica” sobre el presente, apabullando o confundiendo; muy lejos de cierta profundidad que hay en DeLillo, quien toma temas esenciales del ser humano para contrastarlos con su manifestación concreta en el mundo contemporáneo (en la realidad social, económica, política y cultural), y con las (generalmente “sorprendentes”, originales) visiones “personales” de sus personajes. Por otra parte, la crítica, divida entre detractores y alabadores tout court, en muchos casos no ha leído la obra original; de ahí que haya largas disquisiciones sobre el movimiento Occupy Wall Street y la actual crisis financiera. Pero en realidad, la novela, publicada en 2003, se hace eco de aquella lucha conocida como “la batalla de Seattle” –si se quiere, un antecedente ya remoto de Occupy–, de fines de 1999, y de las crisis de las empresas “punto com”, como WorldCom y Enron, de 2001. Cronenberg apenas si hizo algo para aggionar la historia: cambió el yen japonés de la novela por el yuan chino… y nada más (otra opción hubiera sido plantar la película en su año original). A lo que hay que sumar que Robert Pattinson, el actor protagonista, es “naturalmente” distante, lo que genera la paradoja de un actor no-creíble para Packer; cuestión que no subsanan algunas interesantes interpretaciones de los personajes secundarios. En síntesis, hay aquí una película fría y seca: limusina sobredimensionada, actuaciones erráticas (o errantes, producto del guión), que no logra estar (a su modo, por supuesto: nadie pretende una “reproducción fílmica” de una obra literaria) a la altura de la mejor e interesante novela de DeLillo.
Vidas (familiares) militantes (bajo fuego) Esta primera película de Benjamín Ávila –quien en 2004 realizó el documental Nietos (Identidad y memoria)–, donde trabajan Natalia Oreiro, Ernesto Alterio, César Troncoso, Cristina Banegas y Teo Gutiérrez Moreno, desarrolla su acción en el año 1979, en Argentina, en el marco de lo que se conoció como “la contraofensiva” de Montoneros (el regreso de los/as exiliados/as para combatir a la dictadura militar). Allí, en ese durísimo –por decir lo menos– contexto, se narra la vida de Juan, de 11 o 12 años, que deberá ocultarse bajo otra identidad: la de “Ernesto”, para ir al colegio, tener compañeros… y hasta buscar un amor. El mismo director en diversos reportajes explicó sus intenciones: “Que en primer plano estuviera la historia que se cuenta, una historia de amor, de niños, en ese contexto y con esa familia”. En este sentido, Infancia… se mete en la piel de un niño en tránsito a la adolescencia, y hasta puede emparentarse con otras películas que hablan de la dictadura desde ángulos (y protagonistas) muy particulares, como Andrés no quiere dormir la siesta o Los rubios, de Albertina Carri. (En el caso de Los rubios, además de compartir cierta “esencia” temática con Infancia…, ya que desarrolla lo documental, lo biográfico y lo autobiográfico no sólo como un recuperación de la militancia de sus familiares sino como una suerte de “exorcismo” o catarsis, ambas apelan también a formas y dinámicas narrativas “poco convencionales”: Carri con los muñecos Playmovil; Avila con las animaciones dibujadas. Son “recursos” que ayudan a “cortar” o “aliviar” la tensión dramática que impregna –obviamente– toda la atmósfera recreada…) Al mismo tiempo, se puede decir que hay un rescate u homenaje a la militancia de los setenta, donde la mirada está puesta “más allá de la política” –de las particularidades que tuvo esta política de Montoneros entonces–, y se destaca la dimensión humana de la militancia: la felicidad, el compañerismo, la fidelidad a un ideal (como ya se dijo: al objetivo de luchar contra la dictadura). Al respecto planteó el director: “Mostramos la familia compartiendo lo que era realmente la vida de los militantes. Se ha perdido un poco la dimensión de lo que significa militar. Se ha asociado la militancia a la muerte, como que si militabas te mataban. Eso se ha construido mucho. Y en realidad si militabas era que vivías un montón, tenías un estado de vitalidad muy alto. Eso es lo que quisimos rescatar”. Hay que señalar también que, pese a las intenciones del Ávila (que ya sabía que la política y la historia estarían igualmente “omnipresentes”), hay referencias políticas, pero equivocadas: ya que las placas en la introducción dicen, por ejemplo, que “tras la muerte de Perón, comenzaron a actuar bandas paramilitares”, cuando no fue así. Como es público, la Triple A, formación parapolicial y paramilitar, comenzó a actuar antes, y el propio Perón la pergeñó cuando todavía estaba en España, aludiendo a la necesidad de un “somatén”, en referencia al grupo paramilitar que, a comienzos del siglo XX, asesinaba en Cataluña a obreros y luchadores anarquistas. Como botón de muestra, está el brutal ataque conocido como “la masacre de Pacheco”: el ataque, en mayo de 1974, a un local del PST, donde tres militantes terminarán muertos. Perón ante esto dijo a la prensa: “Sé que ustedes han llegado en un momento en que acaba de producirse un hecho muy desagradable, que tres muchachos han sido asesinados por otro grupo. Son grupos antagónicos, que pelean entre ellos en vez de discutir y acordar, pero eso pasa en todas partes del mundo...” (El Cronista Comercial, 5/6/74). Entonces, más allá de la misión política que se propuso Montoneros, una visión a todas luces errada (y que acá no es objeto discutir1), Infancia clandestina es una película que atrapa, que sensibiliza y expresa a una generación “sufriente”: la que padeció las barbaries de la dictadura 1976-82. Resta agregar que el papel protagónico –además de otros logrados personajes, como los de Alterio o Banegas– es muy bien interpretado por Teo Gutiérrez Moreno; quien, por un reportaje, sabemos que, además de participar como vicedelegado de su colegio en lucha (y tomado), tiene en su habitación un dibujo de León Trotsky. 1 Análisis y conclusiones de “los ‘70” del PTS se encuentran expresados en diversos trabajos de compañeros y compañeras, como el libro de Ruth Werner y Facundo Aguirre Insurgencia obrera en la Argentina, 1969-1976 y el artículo de Christian Castillo “Elementos para un ‘cuarto relato’ sobre el proceso revolucionario de los ‘70 y la dictadura militar” (revista Lucha de clases N° 4); también en Esma. Memorias de la resistencia (realizado por Tv PTS, el CeProDH y la Asociación Ex Detenidos y Desaparecidos, y en Memoria para reincidentes, por ejemplo.
Un verdadero caballero… “antiterrorista” Batman, el caballero de la noche asciende, última entrega de la trilogía de Christopher Nolan, se transformó en un fenómeno más allá del éxito de público: además de ser un “peso pesado” hollywoodense, el día de su estreno, en un cine de Colorado, un joven de 24 años entró disfrazado de villano, con un rifle, y terminó disparando al público, matando a 12 personas y dejando a decenas heridas. Y además, la película dio lugar a una serie de interpretaciones políticas y discusiones: se la llamó “película neocon” (neoconservadora), reaccionaria, antirrevolucionaria. La película, “una de acción y superhéroes”, cumple su cometido: imágenes impactantes, mucha acción –como la de los dos aviones del inicio–, (poca) tecnología y algunas escenas “sentimentales” hacen que, más allá de algunos baches en el guión, cualquier espectador se quede “pegado” al asiento las casi 3 horas. Siguiendo con las dos anteriores entregas, Nolan nos presenta un Batman aggionardo, “oscuro” (como la misma “ciudad Gótica”), con tribulaciones personales y “profesionales”, en una época donde ya no están claras las fronteras “entre el bien y el mal”, donde los ciudadanos son pobres gentes amenazadas –tema “clásico” de la industria cultural norteamericana, recrudecido tras el 11-S–, ante la decadencia y crisis del Estado, por fuerzas “hostiles”, “extrañas”, terroristas de todo pelaje, etcétera. La historia retoma el fin de la anterior: Bruce Wayne se refugia en su mansión, y pasa 8 años encerrado, aislado del mundo. Un robo por parte de Gatúbela lo hará salir nuevamente a la acción, en momentos donde Bane, un delincuente que está organizando un ataque terrorista desde las alcantarillas, comienza una serie de robos, con un ataque a la bolsa de comercio… y llama a la insurrección de los pobres contra los ricos. Batman los combatirá. Desde el punto de vista ideológico, la película fue criticada por la izquierda y el movimiento Occupy Wall Street, que dijo que tenemos aquí a un “Batman neocon”. Se generalizó el análisis de que es una película reaccionaria porque confunde (mezcla, amalgama) revuelta popular, lucha de los pobres, con el caos y el descontrol. Los activistas de OWS la señalaron como una película “antipopulista”, donde la pobreza y la lucha “del 99%” termina capitalizada por un “villano” terrorista –quien a la vez es manipulado–. Otra lectura posible es que es “obamista”: una alerta de peligro para los ricos: la rebelión de los pobres si no están dispuestos a “repartir” algo de sus riquezas. En el mismo sentido, la crítica argentina señaló: “Bane viene del desierto, donde estuvo encarcelado; es el feliz poseedor de una bomba nuclear (como ciertos integrantes del Eje del Mal), crea unas milicias populares integradas por presos comunes y celebra farsas de juicios sumarios contra representantes del poder, como un nuevo Robespierre, un Lenin de Ciudad Gótica”. Y otra: Bane “es una suerte de profeta del apocalipsis, un hombre antisistema con algo de anarquista, capaz de castigar la especulación y la codicia de los agentes bursátiles de Wall Street, pero también de generar el caos entre los inocentes cual asesino serial”. En medio de tanta acción y lucha, el mensaje político e ideológico es claro: mejor no rebelarse, no luchar, ya que todo se descontrola y termina mal; y por ello es preferible la estabilidad de las instituciones, que haya policías que hagan (bien) su trabajo, con funcionarios honestos, etcétera. La otra idea que hay es que los ricos “deben existir” y “son necesarios”: así la riqueza que ellos tienen no sólo puede financiar aparatos espectaculares (vehículos y armas) para combatir a “los malos”, sino también para desarrollar proyectos científico-ecológicos y para hacer filantropía: en este caso, financiando un hogar de niños sin familia. Para finalizar. Está el caso de James Holmes, el joven de 24 años que disparó. Diversos análisis señalaron varias causas para explicar cómo actuó: es un universitario con excelentes calificaciones en neurociencia… que terminó trabajando en McDonald’s (la desocupación en EE.UU. para la juventud duplica la media nacional: está en el 19%), lo que provoca frustración, y el fácil acceso a las armas y municiones. Efectivamente, se puede decir que confluyen tres elementos: la crisis social, producto de la crisis económica que lleva, a quienes no luchan colectivamente, a expresar su odio y su impotencia de manera individual; el otro elemento es la “cultura de la violencia” norteamericana, donde, sea con “superhéroes”, policías o militares, siempre EE.UU. es un “país amenazado”, sea por el terrorismo o extraterrestres, y debe defenderse (ofensivamente). Por último, este aspecto cultural-ideológico acompaña –sea con Bush o con Obama– la política real y efectiva del imperialismo yanqui. Todo confluyó para que este joven “mezclara” realidad y ficción, y actuara como lo hizo.
Sombras ¿nada más? Figuras de guerra –cuyo título original es Qu’ils reposent en révolte (Des figures de guerre), algo así como Que descansen en revuelta (o rebelión)– condensa los tres años que pasó su autor, Sylvain George (dirección, guión, fotografía, montaje y sonido), junto a los inmigrantes “sin papeles” provenientes de África y Medio Oriente, varados en Calais. Al ser Calais la ciudad que, ubicada en el norte de Francia, conecta con Inglaterra por medio del Eurotúnel, es el sitio por excelencia donde se concentran nigerianos, libios, turcos, afganos, kurdistanos y otros. Todos se ven forzados a una vida clandestina, carente de todo derecho humano: una “no-vida” que consiste en resistir cada día, con la ambición de conseguir un trabajo en Inglaterra. Pero primero hay que llegar: los inmigrantes sufren las razias y el hostigamiento permanente del Estado, para ser deportados a su lugar de origen. George documenta cada momento de estos “sin papeles” (sombras furtivas que se ven las 24 horas del día amenazadas): el descanso (en una plaza, la calle, debajo de un puente, con frío, con lluvia), las comidas (sopas, guisos), la higiene (el baño en la calle, con una jarra y una pequeña bomba de agua), la indiferencia de los “ciudadanos blancos” (cuando los detienen), y las dolorosas técnicas para borrar las huellas digitales, para que no queden en los archivos de la “justicia” europea. “Ni del todo vivos ni del todo muertos, ni del todo humanos, ni del todo animales. Entre los dos”, describirá uno su situación. Hay testimonios directos a cámara, donde queda clara la denuncia tanto a las democracias (imperialistas) europeas, racistas, xenófobas y explotadoras de esta “mano de obra barata”, como al cipayismo de los gobiernos “propios”, títeres de los poderes económicos y extranjeros. Y también el brutal desalojo de 2009 a La Jungla, donde 500 policías antimotines destruyeron el campo de refugiados afganos e iraquíes. Todo este contenido George lo articula por medio de un montaje profunda e impactantemente poético: los contrastes del blanco y negro, así como la búsqueda de “imágenes-detalle” (una ropa abandonada, alguna leyenda comercial prometiendo “felicidad”) y alegorías (qué otra cosa que libertad pueden significar las gaviotas que aparecen muchas veces). Película definida por el propio autor como una “bomba de tiempo”, Figuras integra las primeras producciones de este filósofo y activista social. Su otra película, hecha en paralelo es Les Eclats (Ma gueule, ma révolte, mon nom), y ha dicho que trabaja en una tercera, centrada “en la situación de los inmigrantes africanos antes de llegar a Europa”. George, adoptando la filosofía política de Agamben y Espósito, quienes describen la situación actual como de “estado de excepción permanente”, así como la perspectiva de Toni Negri sobre “el nomadismo” para luchar contra el capitalismo, propone: “A estas zonas de excepción conviene responderles creando el verdadero estado de excepción: situaciones y espacio-tiempo singulares en los cuales la integridad física y psicológica de los seres y de las cosas son restituidas a sí mismas. Un individuo, sea quien sea, es profundamente irreductible; no puede reducirse a las representaciones sociales y raciales que una sociedad puede tener sobre él. El cine es un medio cuyos recursos profundos (juego sobre el tiempo y el espacio) permiten desnudar los mecanismos que actúan en las representaciones dominantes y mediante ellos mismos, iniciar un proceso de emancipación, un proceso revolucionario en el sentido profundo del término”. Está claro que “el poder de la imagen” que tiene el cine permite cambiar (o al menos abrir, iniciar un proceso de cambio en) las mentalidades. Pero este “alternativismo”, como perspectiva, política deja incólumes los pilares del sistema imperialista, causante no sólo de la degradación y miseria de los inmigrantes “sin papeles”, sino de la explotación de los trabajadores y trabajadoras “en blanco” (hoy sufriendo ataques en prácticamente toda Europa). Teniendo en cuenta que esta división de las mayorías es una ventaja para la “moderna” esclavitud, qué otra (mejor) salida hay que la de unificar al conjunto de los trabajadores para expropiar a las clases dominantes, dueñas de las fábricas y empresas, tierras y bancos, para ponerlos al servicio de las mayorías. En este sentido la “micropolítica” que postula el director es ingenua, ya que propone como “proceso revolucionario” los “espacios reducidos” y la “inmediatez” del sujeto, la familia o un grupo de amigos contra la gran organización internacional de los Estados, su economía, su vigilancia y su policía. Pese a los límites de perspectivas políticas que pueda tener el director, Figuras de guerra es un gran documental, que debe ser visto y difundido, ya que retrata los brutales abusos del capitalismo contra los sectores más explotados y oprimidos.