Los chicos de la guerra
Vivir al límite (The Hurt Locker, 2008) no es la obra extraordinaria que las innumerables críticas laudatorias y premios que preceden a su estreno local pregonan. Sí es una gran película bélica que se apoya en el prodigioso pulso narrativo de Kathryn Bigelow la notable pero imperceptible factura técnica con que se construye un análisis descarnado de la lucha diaria contra ese enemigo invisible pero real, que es la locura.
Falta poco más de un mes para que el pequeño escuadrón antibombas al mando del Sargento Thompson (Guy Pearce) cumpla el periodo anual de servicio en la compañía Bravo norteamericana, cuando la muerte irrumpe. La padece el líder y, por qué no, sus laderos: quedan allí, en la seca Irak, acéfalos y solitarios. Sin ánimo de reemplazarlo pero dispuesto a implantar su sello arriba el Sargento James (el nominado al Oscar Jeremy Renner), un auténtico paladín del desarme. Él no disfruta el olor a Napalm en las mañanas pero sí la adrenalina de la posibilidad latente del estallido letal. Trabaja, piensa mientras se divierte, disfruta. Los roces con sus nuevos compañeros, acostumbrados a la serenidad y profesionalismo de su anterior mandamás, serán inevitables.
Cuesta creer que detrás de Vivir al límite esté una mujer, dicho esto menos por misoginia que por el fanganoso ambiente falocentrista donde se desarrolla la acción. Las de Bigelow son películas no para hombres, sino sobre ellos y las situaciones extremas a las que estos pueden enfrentarse. No es casual entonces que dos de sus tres películas más conocidas se emparenten tanto temática como semánticamente, marcando así el borde emocional al que se trasladan sus personajes. Punto Límite (Point Break, 1991), K-19: The widowmaker (2002) y Vivir al límite, todas historias donde predomina el orgullo por sobre la razón: la fuerza, tarde o temprano, es el único arma que dirime las diferencias entre los protagonistas.
Pero la ex esposa de James Cameron no mira insegura y vacilante desde su sexo, evade el lugar común e inmiscuye su cámara entre ellos, se embadurna de tierra, se empapa de sus sudores. Cuando el pudor y las circunstancias lo impiden, opta por la lejanía de un retrato firme aunque tembloroso, termómetro formal de las sensaciones de los soldados cuando sienten el gélido resoplido de la muerte.
Es así que la película comparte las oscilaciones emocionales de su protagonista. Cuando éste se inmiscuye en la tensa tarea del desarme de bombas, con procedimientos poco convencionales para sus apocados compañeros, hay algo de la locura de Apocalipsis Now (Apocalypse Now, 1979). Cuando la moral invade el relato, es un drama bélico digno del mejor Oliver Stone, el que evitaba el moralismo y la bajada de línea, el de Pelotón (Platoon, 1986). Y hasta hay algo de El Francotirador (The Deer Hunter, 1978), donde la guerra se tornaba un factor alienante y adictivo para el personaje de Christopher Walken. Para James y su insaciable capacidad adrenalínica, el conflicto armado es una adicción. Reniega de la guerra y extraña a su familia, pero es incapaz de confesárselo. No mide riesgos, se saca el uniforme ya que “si va a morir, prefiere hacerlo cómodo”, es un ser de una irrefrenable voracidad bélica, un auténtico soldado engendrado por la locura.
Lejos de la perfección absoluta que le endosan los lauros previos y futuros (tiene nueve nominaciones a los premios Oscar), Vivir al límite es un intenso relato que aborda la guerra que impacta por crudeza y por un factor lamentable: su indeseable actualidad.