Cuando la guerra se vuelve una adicción
Con una puesta en escena de un rigor y una precisión abrumadores, la directora de Punto límite propone el relato de la terrible cotidianidad de la guerra urbana en Bagdad, pero adscribe al punto de vista del ejército de ocupación.
Desde su ya lejano estreno internacional, en los festivales de Venecia y Toronto 2008 (también fue la apertura de Mar del Plata de ese año), Vivir al límite ha venido instalando, lenta pero sostenidamente, una discusión sobre cine e ideología que ahora, con las nueve candidaturas al Oscar que acaba de cosechar, no hará sino recrudecer. Lo interesante del caso es que, a diferencia de otras películas sobre tema similar que sí presumían de tener una clara postura ideológica en relación con la guerra de Irak (la enfática La conspiración, por ejemplo, protagonizada por Tommy Lee Jones, con participación en el guión de Mark Boal, el mismo guionista de Vivir al límite), la realización de Kathryn Bigelow ha sido definida como “apolítica”, una categoría por cierto inexistente. El cine, ya se sabe, nunca es neutral y menos cuando representa una guerra actual.
La singularidad del caso Bigelow, aquello que lo hace precisamente más rico y complejo, es que se trata de una directora de primer orden, capaz de plantear una puesta en escena de un rigor y una precisión abrumadoras, algo cada vez más infrecuente en el panorama del Hollywood actual. No por nada, para hablar de su película ha sido necesario remitirse al mejor modelo de relato clásico y es así como surgen los nombres de Alfred Hitchcock (por su utilización estructural del suspenso), Howard Hawks (la camaradería masculina, el peligro como motor dramático) y Samuel Fuller (el cine como campo de batalla).
Ya desde su primer largo conocido en Argentina, Cuando cae la oscuridad (1987), se supo que Bigelow se entroncaba como pocos en esta tradición, a la que después siguió adscribiendo en Punto límite (1991) y en menor medida en Días extraños (1995). Los memoriosos recordarán, sin embargo, que ya en Testigo fatal (1989), Bigelow había despertado sentimientos encontrados, no sólo al hacer de una mujer policía (Jaime Lee Curtis) su peculiar heroína sino también al exhibir su uniforme y su arma –sobre todo en la inquietante secuencia de títulos– como algo más que fetiches eróticos.
Aquí, en Vivir al límite, Bigelow también trabaja un poco en esa misma línea de ambigüedad. El sargento James (Jeremy Renner) es, a poco de comenzado el film, saludado como un héroe por uno de sus superiores. No por nada lleva desactivadas entre Afganistán e Irak un total de... 873 bombas. Pero para sus compañeros de equipo, los sargentos Sanborn (Anthony Mackie) y Eldridge (Brian Geraghty), James también es un irresponsable, un enfermo, un psicópata. Nada parece sacarlo de su letargo salvo la adrenalina que segrega cuando se enfrenta al siempre imprevisible mecanismo de un artefacto explosivo improvisado, de los que se tiene que ocupar diariamente en Bagdad. Para James, “la guerra –como dice la cita del periodista Chris Wedges con que se abre el film– es una droga”. Tan adictiva y peligrosa como la peor.
Es notable la manera en que Bigelow, a su vez, va desplegando su propio mecanismo narrativo desde la impresionante escena inicial, que deja establecidos el modus operandi y los riesgos que implica ese trabajo. A partir de allí, se dedica a moldear no sólo el espacio sino particularmente el tiempo: a ese grupo de elite le quedan antes de la baja apenas treinta días, que se hacen cada vez más angustiantes, así como cada nueva bomba parece más difícil de desactivar que la anterior, mientras los minutos pesan más que un coche cargado de explosivos.
Esta es gente haciendo su tarea, parece decir el film de Bigelow. Por qué están allí, en nombre de quién, en defensa de qué intereses, bajo qué bandera (las barras y estrellas casi no se ven en toda la película), es algo que Vivir al límite deliberadamente omite enunciar, porque no es una preocupación de sus personajes, cuya prioridad es otra: sobrevivir.
Sobrevivir para volver a casa, en el caso de Sanborn y Eldridge, y sobrevivir para desactivar la próxima bomba, como prefiere el adicto James. Del otro lado, se sugiere, también hay gente que está haciendo su trabajo: el carnicero iraquí que pulsa ansioso el teclado de su teléfono celular o el camarógrafo que registra desde una mezquita lo que espera sea una explosión son los antagonistas anónimos del comando estadounidense. El realismo que impone el fotógrafo Barry Ackroyd (colaborador de Ken Loach desde los tiempos de Riff-raff) contribuye a que esas situaciones extraordinarias parezcan lo que son en Bagdad: cotidianas.
Es fácil cuestionar a la película una escena en la que James sale por única vez de su aturdimiento para intentar vengar por mano propia el asesinato de un niño iraquí con el que había simpatizado. Pero también es sencillo justificarla en términos dramáticos, si se atiende al desastroso resultado de esa improvisada excursión: James no entiende esa guerra, como no entiende ese país, ni su gente ni su idioma. Fuera de su área de acción específica, los gritos furiosos de una mujer desarmada bastan para aterrorizarlo.
Aquello que sin embargo es ciertamente cuestionable de Vivir al límite es la manera en que paulatinamente induce al espectador a identificarse no sólo con la adicción del protagonista sino con el punto de vista del ejército de ocupación en su conjunto. Cuando en una larga, excelente secuencia de tensión en el desierto se miden las destrezas como tiradores entre los soldados estadounidenses y los combatientes iraquíes, no quedan dudas sobre de qué lado pretende poner al espectador la puesta en escena. A su vez, el plano de James caminando solo frente al peligro, dispuesto a enfrentarse a una nueva bomba de la que todos huyen, expresa una mitología del héroe que es intransferiblemente estadounidense y que remite a la tradición de las escenas de duelos en el western clásico. De esa materia están hechos los sueños y las pesadillas de Vivir al límite.