La guerra como adicción
A su paso por el Festival de Venecia de 2008, Vivir al límite provocó un verdadero revuelo entre la crítica, cuya opinión se polarizó de forma extrema: mientras los defensores de la arriesgada propuesta de Kathryn Bigelow clamaban de forma hiperbólica aquello de "¡obra maestra!", los detractores enarbolaban ese resbaladizo adjetivo que suele sustituir a la reflexión más sofisticada y matizada: "¡fascista!". En defensa de estos últimos, cabe advertir que no es habitual encontrarse con un film bélico que renuncie a la comodidad del discurso didáctico.
En Vivir al límite, ningún personaje "explica" el trasfondo político de la invasión norteamericana a Irak, no se escuchan grandes parlamentos sobre el valor de la vida y ninguno de sus jóvenes protagonistas se "hace un hombre". La película se limita a retratar el día a día de tres soldados situados en el corazón de la contienda, una existencia suspendida al borde de la catástrofe y organizada como un ritual macabro y trepidante. Así, con su compromiso radical con una realidad particular (el guión del film está basado en las experiencias vividas en Irak por el periodista Mark Boal), Bigelow aspira a oxigenar el modo en que el cine de género se relaciona con la ideología y la filosofía: apelando a los componentes estratégicos, geométricos y físicos de la acción.
Vivir al límite acompaña a un grupo de expertos artificieros (desarmadores de bombas) destacados en Irak y asume el objetivo de retratar la guerra como adicción, como una droga que se asienta en el imaginario de sus participantes y los convierte en mercenarios de su propio deseo de acción adrenalínica. Para conseguirlo, Bigelow construye un sofisticado mecanismo de "repetición con variaciones" en el que, misión tras misión, los soldados se someten a la tensión de la inacción, a la espera del estallido final. No hay en la película rastro de intereses petrolíferos, ni armas de destrucción masiva, sólo tres hombres enfrentados a la única fuerza motora válida, útil, en el contexto de la batalla: la supervivencia.
A nivel dramático, el film recuerda intensamente a las películas bélicas de Samuel Fuller (Más allá de la gloria/The Big Red One, Cascos de acero/The Steel Helmet), mientras que la puesta en escena podría formularse como una suerte de Tony Scott vaciado de épica y de estallidos catárticos, o mejor aún, la trascripción bélica de lo conseguido por el gran Johnnie To en The Mission: una poética de la suspensión de la acción.
José Manuel López, en su crítica para Cahiers du Cinéma-España, también da en el clavo al relacionar el film con los westerns de Anthony Mann. La película roza la crisis cuando esgrime, de un modo un tanto explícito, los traumas de los personajes, pero resuelve la situación con ligereza e ingenio, sin énfasis ni exhibiciones dramáticas, como en el caso del soldado que lleva consigo una caja con aquellos objetos "que podrían haberlo matado" (detonadores de bombas y un anillo de boda). Puede argumentarse de muchas maneras, pero finalmente el objetivo de Bigelow resulta elemental: hacer buen cine de género, que no es poco.