Droga
Hay dos soldados norteamericanos atrincherados en una grieta del terreno, en medio del desierto. Disparan a un edificio que está lejos y que se yergue en medio de la nada; la reverberación del sol es tal que no les deja ver a qué están disparando, apenas aparecen unos bultos oscuros en la mira. Pero disparan. Una, dos, tres veces, a tientas, hasta que el objetivo cae y queda colgando de una ventana, como una mancha inmóvil. El enfrentamiento tiene lugar en medio del desierto, el enemigo aparece de la nada mientras los soldados norteamericanos se trasladan a algún lugar. Nunca sabemos lo que está pasando; ellos tampoco saben. Saben que tienen que sobrevivir. Están ahí, transpirados, con la boca llena de tierra, y una mosca se les posa en la cara, y el arma no funciona porque las balas se llenaron de sangre, y se terminan tomando un jugo con pajita porque no dan más de tensión y de sed.
La mosca es fundamental, no subestimen la importancia de esa mosca. Todo lo que no está previsto también forma parte de la guerra, los soldados son cuerpos que valen de acuerdo con su velocidad de reacción, preparados para saltar ante cualquier amenaza que se detecta. De hecho la escena que comenté forma parte de un enfrentamiento fortuito en el que los tres protagonistas se encuentran con otros soldados del mismo bando, casi los matan por confundirlos con el enemigo, y finalmente aparece el enemigo de verdad y estos desconocidos mueren y a nadie le importa, no hay una sola palabra de parte de los tres primeros, ni un solo pensamiento al respecto, en esos cuerpos urgidos por la necesidad de defenderse. Ni siquiera existen los bandos: se desdibujan en la rapidez de los desplazamientos. The hurt locker se trata de eso. No hay, como dijo Santiago en su crítica, un relato mayor, no hay otra historia que la de la supervivencia y la locura.
The hurt locker está conformada por una serie de misiones que cumple el escuadrón antibombas y se centra en tres hombres –no amigos, apenas compañeros. No hay relato lineal porque se abarcan apenas unos días salteados de los muchos que dura la estancia de ellos en Irak. El foco está puesto en cambio en la cuestión bien material, bien física del combate, al punto de que no aparece en ningún momento la causa de la guerra, ni ningún tipo de motivo más general: la guerra no es una causa para estos soldados, es una serie de acciones que tienen que cumplir día a día para seguir con vida y para hacer su tarea, sin pensar en nada. No pensar: moverse. Una digresión argentina: lean Los pichiciegos de Fogwill, una novela sobre la guerra de Malvinas en la que un grupo de soldados pasa casi toda la guerra escondido en una cueva, y donde la cuestión de la supervivencia en un conflicto que les resulta ajeno está puesta en primerísimo plano. La cuestión es dónde cagar, cómo racionar la poca comida (y negociar las provisiones con el enemigo si hace falta), cómo estirar los días hasta que todo pase mientras no se sabe, ni importa, lo que pasa afuera.
Es por todo eso que palabras como “causa” y “heroísmo” no tienen lugar en la película, que se diferencia de otros relatos bélicos en el hecho de que acá no hay épica ni heroísmo posible. De hecho la película empieza con la frase “La guerra es una droga”, y el gusto del protagonista por su tarea de desactivar bombas (sí, gusto, aunque parezca increíble: él mismo termina diciendo sobre el final que es la única cosa que le gusta) está más cerca de la obsesión y la locura que otra cosa. Héroe es el que se sacrifica por una causa o por los otros. Acá la causa directamente no existe, y el protagonista está más que dispuesto a arriesgar la vida de sus compañeros con tal de afrontar el peligro, a veces hasta caprichosamente, como cuando se meten en ese barrio de calles angostas a perseguir tipos. Lo que más impresiona de la guerra, tal como la muestra The hurt locker, es la falta total de sentido de absolutamente todo lo que pasa. Por eso mismo tampoco hay relato, estrictamente hablando. Cuando James (Jeremy Renner) llama a su mujer es incapaz de decirle nada a la voz que responde del otro lado del teléfono, no puede articular palabra. Porque la experiencia de la guerra, para estos soldados entregados a lo real y a lo inmediato, no se toca en ningún punto con el discurso de los medios, de los políticos o de los que la miran desde afuera, y tiene el poder, terrible -Bigelow no necesita decirlo, pero lo vimos en youtube- de desencadenar las peores locuras.