La directora Katryn Bigelow rodó hace unos años “K-19”. La acción transcurría en el espacio acotado y hermético de un submarino militar. En “Vivir al límite”, seis años más tarde, acercó un poco más la cámara e hizo foco sobre las relaciones humanas bajo presión hasta llevarlas a un plano detalle.
Bigelow contó con un material invaluable para rodar este filme que la ubicó en primera línea en la carrera por el Oscar. El punto de partida fue el guión del periodista Mark Boal, quien realizó un reportaje sobre las brigadas encargadas de desactivar bombas durante la guerra de Irak.
A través de tres soldados, cuyo líder puede explotar junto con cada carga que intenta neutralizar, Bigelow se acerca de manera respetuosa a ese mundo en el cual cada auto, hombre, mujer o bulto en el piso es un sospechoso.
William James, el líder de la brigada interpretado por Jeremy Renner y uno de los candidatos al Oscar, prefiere resolver las cosas de un modo temerario, saltándose los protocolos más elementales: “Trabajar juntos es que yo pregunto y vos respondés” le reprocha el personaje encargado de cuidarle la espalda, harto de ese comportamiento que él califica como “irresponsable”.
Hay innumerables formas de representar la guerra y sus daños colaterales en el cine. Bigelow lo hace sin estridencias, lentamente hasta penetrar en el corazón de horror. Utiliza los recursos técnicos con moderación, consigue un montaje impecable, sugiere más de lo que muestra, no se priva de exhibir lo truculento cuando es necesario y limita al mínimo la manifestación de sentimientos como la compasión y la camaradería, sin por eso dejar de hablar de la solidaridad y el coraje, pero también del miedo.
En uno de los escasos momentos de intimidad entre los personajes protagónicos James le pregunta a su compañero que está al borde del colapso: “¿Sabés porqué soy como soy?”. Pero el interrogante queda sin respuesta.
Más adelante se podrían rastrear las razones. De regreso a su país, con su mujer y su hijo, primero en su casa de suburbio donde destapa un caño de desagüe después de una lluvia, y más tarde en el pasillo de un supermercado tapizado de cientos de opciones de cajas de cereales, James parece a punto de ser devorado por la cotidianeidad.
En uno de los extremos de esa dinámica de la normalidad James encuentra las razones para hacer su trabajo: jugar permanentemente con la muerte que, paradójicamente, resulta una experiencia vital, como si prefiriese el estruendo de una buena explosión a la narcótica musiquita de los supermercados.