Los hijos del dealer
Hay una anécdota pertinente para pensar las películas de guerra, que cuenta el crítico estadounidense Jonathan Rosenbaum en su libro Las guerras del cine: él y el gran cineasta Sam Fuller salen de ver Full Metal Jacket de Stanley Kubrick, y Fuller, un director que había estado en la guerra, sintetiza el filme como "otra maldita película de reclutamiento". Vivir al límite, de Kathryn Bigelow, es tal vez otra película de reclutamiento, aunque su virtud consiste en develar la estructura psíquica del soldado, su vacuidad existencial y su método para conjurarla.
Una cita inicial articula la totalidad de los planos: "El ímpetu de la batalla es una potente y muy a menudo letal adicción, para la Guerra es una droga". La sentencia pertenece a La guerra es una fuerza que nos da sentido de Chris Edge; la película de Bigelow parece una traducción crítica de esa oración en imágenes en un contexto todavía problemático: Bagdad, capital de Irak, aunque el relato se sitúa en el 2004.
Un experto teledirige un robot para desarmar un explosivo. Los iraquíes observan mientras los miembros de la unidad Bravo intentan desactivar la bomba callejera. En esta ocasión, el perito tendrá que involucrarse con su cuerpo. Vestido como un astronauta se acerca al dispositivo. Sus compañeros miran alrededor. Un celular, una cámara, un taxi, un niño, alguien espiando desde su casa resultan sospechosos.
Más tarde, vendrá otro especialista, William James, un extremista que goza estar en escena. Cortar personalmente el cable de una bomba es casi un éxtasis religioso, placer inconmensurable con el que puede recibir en su hogar, con su mujer e hijo. Cuando un superior le pregunta cuántas bombas ha desactivado, su repuesta, 873, es más que un mero número. Es una cifra que descifra un estilo de vida. Así, la primera escena habrá de repetirse con algunas variaciones, aunque por cada repetición Vivir al límite suministra más información sobre el estado mental de sus intérpretes.
Bigelow es una cineasta fascinante. Esta artista plástica devenida en cineasta, dirige, a sus 57 años, una película de combate, y al hacerlo destituye el machismo solapado o expuesto de la mayoría de las películas de guerra. La masculinidad es su tema, y, como en Punto límite y K-19, su interés pasa por ver la interacción entre hombres en situaciones límite. Es aquí donde su filiación con el cine de Hawks, Fuller y Peckinpah es pertinente. En esta ocasión, no es el militarismo y compañerismo castrense el fenómeno a explorar, como puede parecer en un principio, sino la embriaguez existencial de la batalla y un pacto de silencio colectivo sobre el sentido de la misión, más allá de su racionalidad de estado y la canalización eficiente y primitiva de un exceso de testosterona. La tensión entre James y Eldrige, otro miembro de la patrulla, es ejemplar al respecto.
Se podrá objetar a Bigelow la representación del Otro. Los iraquíes están presentes, casi siempre en planos generales, aunque el primer plano de un niño y un hombre devenidos en bombas no son precisamente el retrato del enemigo. Bigelow adopta una perspectiva, pero no por esto la justifica. En efecto, se trata de la mirada del invasor, y lo que se divisa en sus planos es un pueblo que convive a la distancia con el extranjero. Distancia y altura de cámara transmiten la ignorancia propia del observador, y en cierto momento también infantilismo y un utilitarismo canalla. En este sentido, el pasaje que transcurre en el desierto es central tanto formal como ideológicamente. Un militar interpretado por Ralph Fiennes asesina sin piedad a dos prisioneros para obtener su recompensa monetaria. Minutos después, en un enfrentamiento con francotiradores, el sargento Sanborn dispara contra uno de ellos. El "insurgente" corre y es alcanzado por una bala. En un plano general se ve caer el cuerpo, antes de que se pueda verificar un chorro de sangre a la altura de su cabeza. James concluye: "Buenas noches, gracias por jugar". La puesta en escena revela una reserva moral, el discurso explicita un nivel cultural.
Impredecible y visceral, Vivir al límite transmite vértigo traicionando sistemáticamente las expectativas. Nunca se sabe qué se puede esperar. Los actores reconocidos mueren antes de tiempo. Los planos generales y detalle, los zooms, el trabajo sobre el sonido y el acompañamiento musical desorientan. Bigelow induce a experimentar el campo de batalla.
Casi en el epílogo hay una escena al pasar (y central) que condensa la crítica política del filme. James está en un supermercado en EE.UU. Es un paraíso de consumo. Las cajas de cereales son infinitas. Él las mira y elige. Bigelow sugiere una secreta conexión entre el exceso de mercancías y la ocupación en Irak, aunque su mayor audacia política consiste en sugerir que EE.UU. funciona como una especie de dealer que en vez de comercializar drogas trafica guerras. Sus soldados son adictos, consumidores incorregibles de una sustancia que sostiene una economía perversa. Son los héroes del sistema.