La guerra por sí misma
Desconcertante es un adjetivo que le cuadra a esta polémica película bélica que deja de lado el discurso didáctico que suele acompañar a los relatos de guerra políticamente correctos. A su atípica directora (Kathryn Bigelow, con una larga trayectoria en filmes de acción), le interesa diferenciarse en este sentido y acercar materiales que puedan ser experimentados por los espectadores. Así, construye una historia sólida y fuerte que habla por sí misma. Presenta una serie de secuencias protagonizadas por un pequeño escuadrón de soldados desactivadores de bombas en Irak, quienes deben auscultar una ciudad arrasada, para encontrar explosivos ocultos no sólo debajo de las piedras o en un auto abandonado sino bajo el traje de un padre de familia o en el cadáver de un niño.
La estructura narrativa reitera de diferentes formas esa tensa rutina, donde una calle muy transitada puede estallar imprevistamente al activarse un celular.
En “Vivir al límite”, ningún personaje alude al trasfondo político de la invasión norteamericana a Irak, ni se escuchan alegatos sobre el valor de la vida. Sin embargo, la película reboza de voluntad de verdad y seriedad que alejan de presumir una conciencia manipuladora (el guión del film está basado en las experiencias vividas en Irak por el periodista Mark Boal).
La clave para oxigenar el modo en que el cine de género se relaciona con la ideología pasa por concentrarse en los aspectos físicos y en los plazos temporales de la acción.
Honestidad brutal
La guerra y sus consecuencias se exponen en una puesta en escena ascética, vaciada de épica retórica, con el desafío de mostrar sin juzgar. En un desarrollo pulcro y efectivo, el film elude utilizar una banda sonora altisonante y aprovecha la tensión de los silencios donde sobresalen los jadeos de la respiración entrecortada.
Dejando de lado los discursos reflexivos, Bigelow asume el objetivo de retratar la guerra como adicción, construyendo un personaje cautivo de su propio deseo de acción adrenalínica. Éste se destaca en las peligrosas misiones, donde los soldados tienen apenas breves pausas tensas entre el potencial estallido de una bomba o la herida fatal de un francotirador oculto.
La cita inicial se vuelve esencial a la hora de pensar la película: “La guerra es una droga”, frase de Chris Hedges, corresponsal de guerra sobre cuyo relato biográfico se basa el guión. El protagonista central (Jeromy Renner) es de pocas palabras y no le gusta escuchar consejos ni recibir indicaciones para moverse en su peligroso rol. No tiene una buena relación ni con su propia familia ni con sus compañeros, hasta que se gana su confianza con gestos valientes y suicidas.
El acierto de la película está en la defensa de una mirada que busca ser objetiva, mostrando las contradicciones de la guerra en toda su crudeza. Una guerra que atormenta pero se alimenta de pura adrenalina, peligroso incentivo, cuando todas las otras puertas del interés por la vida aparecen cerradas y no hay voluntad de abrirlas.
Un sustrato irónico, hecho de escepticismo y mordacidad, acerca la película de Bigelow al concepto de “cine traficante” sobre el cual teorizaba Scorsese cuando distinguía entre directores iconoclastas y traficantes, siendo estos últimos los que dicen cosas diferentes -y transgresoras- bajo estructuras aparentemente convencionales, como en este caso, tomadas del mejor cine clásico.