La nueva película de Ben Affleck, Vivir de noche (Live by Night), no había tenido buena recepción en la crítica estadounidense. En ese sentido, y a juzgar por el delirio de elogios superlativos hacia una película tan mediana como Luz de luna (Moonlight), había esperanzas. Pero, por sobre todas las cosas, los antecedentes de Affleck como director -Desapareció una noche (Gone Baby Gone), Atracción peligrosa (The Town) y Argo- mostraban a un realizador tan seguro como sorprendente, alguien que podía entender el clasicismo y que se animaba a seguir las huellas de Clint Eastwood, Michael Mann y hasta el cine americano de los setenta.
Vivir de noche empieza con un brillo especial y un ritmo sostenido: Affleck parece dominar también los sellos distintivos de películas cruciales con Humphrey Bogart y con James Cagney. Los diálogos secos y breves, la velocidad cortante, la falta de sentimentalismo. Todo eso está, o parece estar, en un principio. Hay una alarma, que es el propio cuerpo de Affleck, incómodo en un rostro demasiado reluciente y en trajes demasiado pensados por el diseño de vestuario. Affleck se mueve con poca prestancia. Pero el problema principal, la gran decepción, no reside en su figura. A medida que el relato avanza, notamos su impronta episódica, sin gran tensión, que resuelve una situación tras otra sin nada que las coesione más que la biografía del personaje, que está construida con no pocas fallas (hay un ethos extraño, que se nos intenta imponer como petición de principios, pero sin sustento en sus acciones). Así, Vivir de noche -extraño título para una película muy diurna, por más que el libro original sea muy nocturno- termina y recomienza, una y otra vez. Como sucedía en la tercera parte del Señor de los Anillos, hay aquí unos 40 minutos finales que no son de cierre sino de múltiples intentos de cerrar, como si se agregaran finales uno tras otros, rompiendo cualquier posibilidad de climas y de clímax. Cuando se llega al punto final, encima, este se hace brusco y hasta arbitrario. No por lo que nos cuenta, sino por cómo llegó a contárnoslo. Para peor, Affleck -guionista en solitario por primera vez en su carrera- se permite, en una película que transcurre en los años veinte y treinta del siglo pasado, sentencias preclaras y con resonancia actual obvia y machacona sobre el Ku Klux Klan y los dueños de Estados Unidos.