Todas las historias morales tienen un factor repetitivo, ese regusto sacarinoso, aleccionador, que parece distraer mientras lo importante (un conflicto, una revolución, una guerra) pasa por otro lado. Esta es la historia de Michael Edwards, alias Eddie, un inglés torpe pero entusiasta (alguien diría hoy, el entusiasta con Asperger), que en los ochenta batió los récords británicos de salto de esquí, lo cual le valió el apodo Eddie the Eagle (“el águila Eddie”). Autodidacta, movido sólo por la pasión, el inglés compitió en los Juegos Olímpicos de Calgary, Canadá, en 1988, y dejó su marca en el salto desde los 90 metros. Es una historia de superación, y gusto a sacarina no falta, pero el film del actor vuelto director Dexter Fletcher tiene el mismo, raro carisma que su protagonista.
Desde el comienzo, durante la infancia de Eddie, cuando sus primeras pruebas pasaban por superar el minuto sin respirar, tanto las locaciones como el entorno familiar muestran una atmósfera inglesa suburbana, entrañable como una colección de autitos Matchbox. Con alrededor de veinte años, Eddie (Taron Egerton) se escapa de su hogar y viaja a un centro de esquí alemán; allí, entre porrazo y porrazo, se inicia en las prácticas, hasta que, en muestra de solidaridad, el antiguo campeón norteamericano Bronson Peary (Hugh Jackman) lo adopta para entrenarlo. Que lo de Jackman es tanto el cine de acción como la comedia, es consabido, pero con Egerton hay un ida y vuelta especial, y el padrinazgo de la ficción se siente más real que en otras películas morales. En todo momento Egerton es creíble, la empatía de su personaje con el público, dentro y fuera del film, es instantánea. Y personajes pintorescos, como el virtuoso Matti Nykänen, “el finlandés volador”, añaden encanto al largometraje.