RIDICULE
El título original de la película es Souvenir, ese particular objeto que a uno le enchufan después de algún evento y que en poco tiempo desaparece. Son tan fugaces los festejos inolvidables como la preservación de estos recordatorios. Pues bien, hay que decir que Defurne hace honor con su historia al carácter transitorio y olvidable de los souvenirs. Más allá de la enorme presencia de Huppert, el resto es un colador, un depósito de lugares comunes que, encima, carece de garra, de emoción y de credibilidad.
La consagrada francesa hace de una ex cantante que estuvo a punto de ser famosa pero por un romance trunco con su productor la cosa se desmoronó. Ahora trabaja en una fábrica de patés e intenta pasar desapercibida por la vida. La primera media hora (la más interesante) se encarga de marcar la rutina a base de repeticiones que trazan el automatismo laboral, hasta que aparece un joven boxeador a trabajar temporalmente e inicia un vínculo (siempre al borde del ridículo) con la protagonista. A partir de allí se sucede una cadena de situaciones recurrentes tales como la resurrección profesional, la posibilidad de un nuevo amor, los celos y las nuevas frustraciones y alguna secuencia edulcorada como moño. Todas ellas desplazan otros recursos que habrían hecho del film algo rescatable.
De todos modos, lo imperdonable es la carencia de actitud para narrar la historia y el esquematismo visual. No hay un solo plano que se destaque dentro de una maraña kitsch que nunca levanta vuelo. Si el cine a lo largo de su historia ha sido, entre otras cosas, un refugio para soñar, hacer catarsis y disfrutar, una película insulsa como esta no merece más que ir al tacho, como un souvenir.