En su segundo largometraje después del aclamado debut con The Childhood of a Leader, el guionista y director Brady Corbet filmó una ambiciosa, audaz, provocadora y decididamente controvertida película que vincula el ascenso a la fama de una cantante pop y sus posteriores miserias con cuestiones como la violencia escolar y el terrorismo internacional.
Lo que diferencia a Vox Lux de cualquier película sobre el negocio de la musica es que desafía todas las convenciones y encasillamientos. Claro que en esa búsqueda permanente por incomodar también puede resultar abrumadora y desconcertante. Corbet (un artista lleno de ínfulas e ideas) va de lo satírico a la denuncia, del cinismo a la empatía con resultados desiguales, pero siempre con un desparpajo que se agradece.
Las dos horas de Vox Lux (cuyo nada modesto subtítulo en el original es “un retrato del siglo XXI”) están divididas en un prólogo y dos grandes partes. En la escena inicial vemos a un estudiante acribillar en 1999 a docentes y compañeros en una escuela de Staten Island. La escena remite a la masacre de Columbine y en ella Celeste (interpretada por Raffey Cassidy) recibe un disparo, pero milagrosamente escapa de la muerte.
Dos años más tarde, siendo apenas una quinceañera, ella se convierte en la gran esperanza pop y se empieza a montar a su alrededor toda la maquinaria del show business: discográficas, giras, manager (Jude Law), coreógrafos, especialistas en relaciones públicas y un largo etcétera. Corbet define a Celeste como una combinación entre Katy Perry, Madonna, Lady Gaga, Sia, Demi Lovato y Taylor Swift, pero también describe la intensa, endogámica, posesiva relación con su hermana Eleanor (Stacy Martin), el verdadero talento en las sombras.
En la segunda mitad pasamos de 2001 (sí, hay referencias a los atentados a las Torres Gemelas) a 2017 y allí Corbet hace otra apuesta fuerte: Celeste, ahora de 31 años, es interpretada por Natalie Portman (tan insufrible como deslumbrante en un personaje tan o más angustiante y torturado que el de la bailarina de El cisne negro), mientras que el de su hija preadolescente Albertine es encarnado por... Raffey Cassidy.
Esta fábula fáustica sobre el costo (altísimo) de la celebridad (sobre todo para los prodigios que pasan casi sin preámbulos de una inocencia infantil a una adultez llena de presiones y exigencias), sobre el oportunismo y la hipocresía de la industria del entretenimiento tiene sus excesos (la ampulosa narración en off a cargo de la voz grave de Willem Dafoe, las constantes referencias a los actos terroristas en distintas partes del mundo), pero nunca deja de atrapar y por momentos de fascinar. A eso hay que sumarle la fotografía en 35mm de Lol Crawley y la banda sonora de ese maestro recientemente fallecido que fue Scott Walker y el balance termina siendo positivo.