Extrañas combinaciones
Vox Lux muestra a una diva pop diabólicamente egocéntrica y su conexión con los eventos más terribles del mundo y cierta obsesión de la cultura.
¿Qué es Vox Lux? ¿Un musical sobre una tímida cantante adolescente que se transforma en una diva insoportable? ¿Un tratado sobre cómo la cultura pop y el convulsionado mundo político de los últimos 20 años colisionan de maneras impensadas? ¿Una oscura sinfonía pop para adultos? Las distintas posibilidades coexisten en esta segunda película de Brady Corbet, un film que es ambicioso, confuso, fascinante y ridículo al mismo tiempo, un poco como las juxtaposiciones que se hacen en él. En sus dos horas de duración, narradas por Willem Dafoe como si fuese la biografía, bueno, de Vincent Van Gogh, con escenas de crímenes masivos y a la vez coreografías dignas de un show de Britney Spears, Vox Lux intenta hacer coexistir dos universos que no parecen combinarse, en principio, demasiado naturalmente: la biografía del ascenso de una estrella pop y el manifiesto político sobre el estado del mundo. Algo así como Nace una estrella y un film de Michael Haneke que conviven de manera algo incómoda.
Acaso la marca más evidente de esa extraña convivencia esté en los distintos tipos de música que tiene la película: la incidental está hecha por el recientemente fallecido Scott Walker, quien volvió a trabajar con Corbet luego de su experiencia en The Childhood of a Leader. Walker le da al relato un tono grave, oscuro, ominoso, propio de una película de terror o de un thriller noir de los ‘40. Pero las canciones que canta la popstar Celeste son de Sia y apuestan por todo lo contrario: un formato de pop radial efectivo y actual, liviano y accesible. En el medio de todo eso existe esta rara película, cuyo otro punto fuerte y disonante es una actuación excesiva de Natalie Portman que encarna a la diva en su etapa adulta, cuando debe lidiar con una larga serie de problemas personales, familiares y de adicciones.
Además de lo formal, la combinación más arriesgada de Corbet aparece desde lo narrativo. La primera escena –el prólogo, en la estructura operática de la película– es impactante y muestra a un adolescente entrando al aula de un colegio y disparando a mansalva a todos los que están ahí. Celeste (Raffey Cassidy) sobrevive al atentado con una lesión en la columna. La situación –que transcurre en 1999, el mismo año de la Masacre de Columbine– lleva a Celeste y a su talentosa hermana mayor, Eleanor (Stacy Martin), a componer una canción sobre los chicos que murieron y cantarla en un evento in memoriam. La canción se convierte en un hit y, curiosamente, Celeste sale de esa experiencia transformada en una potencial estrella pop, con discográficas persiguiéndola, un manager muy famoso y exigente (Jude Law) y la posibilidad de grabar un disco en Suecia que podría lanzarla a la fama. Ese inesperado crecimiento de Celeste y su relación con su hermana y su manager es el eje de la primera parte de la película, que concluye de manera igualmente oportuna/oportunista, con la caída de las Torres Gemelas en 2001.
La segunda y más larga parte de la historia transcurre en 2017. Celeste ya es una diva al mejor estilo Lady Gaga y la interpreta Portman. Allí aparecerán otras extrañas combinaciones entre atentados masivos y música pop, mientras la estrella va mostrando cada vez más lo poco que ha quedado en ella de aquella adolescente inocente que conquistó a todos 18 años atrás. Hoy es un ser dolorido y lastimado pero igualmente monstruoso, no muy diferente al que encarna Elisabeth Moss en Her Smell, otra película reciente que pasó por el BAFICI. En medio de la preparación de un nuevo show para presentar un disco –que se titula como la película– transcurre esta segunda parte, que apuesta aún más a establecer lo que parecen ser forzosas conexiones entre el caos del mundo real y el ascenso de la cultura de la celebridad.
Tomando en cuenta su anterior film, es claro que a Corbet le fascinan esas combinaciones. Su opera prima también mostraba cómo un niño torturado se volvía un potencial fascista mezclando drama psicológico con un relato de ambiciones políticas. Aquí da la impresión de que el combo es más forzado, aunque si uno recuerda el reciente atentado terrorista en un show británico de Ariana Grande acaso no lo sea tanto. Lo cierto es que, más allá de que esas conexiones puedan establecerse, uno siente que en la película no son naturales sino bastante forzosas. Lo que podría ser un film sobre una diva pop diabólicamente egocéntrica se vuelve un intento –empujado además por la voz en off– de decir algo importante acerca de la conexión entre los eventos más terribles del mundo y la obsesión de la cultura por mirar para otro lado e ignorar lo que sucede.
Algunos apuntes son certeros –tampoco está mal tomarse en serio a la cultura pop de la manera en que se lo hace con escritores o pintores– y, como es costumbre en el actor devenido director, hay momentos de puesta en escena que son potentes y brutales. La actuación de Portman, es cierto, es un claro “tómelo o déjelo” lanzado al público. La usualmente elegante y hasta sutil actriz aquí apuesta por algo parecido a la caricatura, haciendo un personaje claramente bigger than life que podría estar más cómodo en la película sobre Mötley Crüe que estrenó Netflix hace poco. Es claramente intencional la búsqueda –desde el maquillaje y el vestuario hasta sus espantosos comentarios y actitudes– pero es un tipo de performance que desacomoda al espectador y lo hace solo mirar lo que pasa ahí, con el morbo que produce ver un accidente de tránsito sucediendo en vivo. De cómo uno atraviese la Experiencia Portman dependerá en mucho la tolerancia con la segunda parte de esta extraña y confusa película sobre, digamos, la experiencia de vivir en el caos del siglo XXI.