Vox Lux es una película de contradicciones. Desde la cuidada tipografía de los créditos iniciales —diminuta y elegante, más propia de una tarjeta de invitación a un evento literario— hasta la música ominosa y el subtítulo rimbombante, “Un retrato del siglo veintiuno”, se nos anuncia algo grandioso y operático. También hay un narrador, con la voz de Willem Dafoe, que habla como un personaje de Vladimir Nabokov, exageradamente formal, académico y pretensioso. Pero el film enmarcado por estas decoraciones es sorprendentemente sencillo y directo. Hay poco exceso narrativo o expresivo. Más allá de algunos travellings vistosos, la cámara observa la intimidad de los protagonistas sin apuro. Y fuera de las luces del escenario, nos adentramos en interiores crepusculares, teñidos de sombras y colores apagados.
La apariencia novelística que aportan la tipografía y la narración se extiende hasta la estructura narrativa, dividida en capítulos. El esqueleto de la trama se parece al de tantas películas sobre artistas: vemos cómo nace una estrella y luego cómo titila, cómo amenaza por apagarse y —finalmente— sigue llameando. Sin embargo, Vox Lux desarticula su esqueleto convencional. Este tipo de film, que nos cuenta la biografía de un músico real o inventado, suele hacer foco en la personalidad excluyente que retrata. Aunque evoque un contexto histórico determinado, destaca la habilidad y el genio individuales. Vox Lux invierte la ecuación. La protagonista, Celeste, es una diva pop como Lady Gaga o Katy Perry, y si bien es buena en lo que hace, es antes que nada un producto de su tiempo.
Ya lo sugiere el prólogo, que muestra un tiroteo en una escuela estadounidense. En medio de la violencia, la cámara sigue a Celeste, quien recibe un impacto de bala que daña su columna. Es un hecho ficticio, pero la acción se sitúa en 1999, el mismo año de la masacre en la secundaria de Columbine. Tras este inicio traumático, empieza el primer capítulo. Celeste se recupera en un hospital y realiza ejercicios fisioterapéuticos para volver a caminar. Durante su convalecencia, aprende teclado y canto con su hermana, con quien comparte aptitudes musicales. Y en una ceremonia para conmemorar a los caídos en el tiroteo, Celeste les dedica una canción. Su performance es filmada y pronto se vuelve viral. No tardan en aparecer un representante, la fama y el primer disco. Y en la mañana que graba su video musical consagratorio, caen las Torres Gemelas. Entonces arranca el segundo capítulo, en 2017, con Celeste un ícono mundial, desgastada por la atención mediática, los escándalos, las drogas, los medicamentos, los crónicos dolores de columna y su relación disfuncional con su hija y su hermana.
Vox Lux no sólo aspira a lo novelístico sino también al estatus de Gran Novela Americana. Y para lograrlo, copia las estrategias de obras como Underworld de Don DeLillo, American Pastoral de Philip Roth y Middlesex de Jeffrey Eugenides, en las que todo lo que les sucede a los protagonistas tiene un vínculo literal o metafórico con las convulsiones históricas del país. (Ernesto Sabato sería nuestro exponente local, que con Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador buscó darnos la Gran Novela Argentina). Pero hay una diferencia crucial entre Vox Lux y estos libros. El film de Brady Corbet no busca una epifanía al final del túnel narrativo. Porque la epifanía no hay que buscarla, está en la superficie. Su tema es, justamente, la falta de profundidad.
Underworld, American Pastoral y Middlesex, en cambio, son tomos pesados. No sólo por la cantidad de sus páginas sino también por la proliferación de sus anécdotas, la extensión de su lista de personajes y la seriedad de sus ambiciones temáticas. Al lado, Vox Lux es algo más liviano. Observa, con ironía y compasión, cómo una chica de catorce años se convierte en una mujer de treinta y pico, y cómo lidia con su fama y sus fantasmas. Y lo hace sin pintar frescos panorámicos de la realidad contemporánea, sino contentándose con espacios claustrofóbicos, primero un hospital y luego un hotel, donde Celeste se prepara para una función, discute con su representante e intenta reestablecer su relación con su hija. Excepto que, claro, nuestra protagonista no es cualquier chica ni cualquier mujer. Es la hija de Columbine y del atentado a las Torres Gemelas, un producto millennial que creció junto al auge de internet y las redes sociales. Conexiones y correspondencias que indican las fechas y el narrador, y que le insuflan el aire de una épica a lo que, en definitiva, es un pequeño drama familiar.
Natalie Portman, en el papel de Celeste, nos recuerda a la bailarina que interpretó en El cisne negro. Sin embargo, esta vez, no la acompaña la grandilocuencia del director Darren Aronofsky. La mano de Corbet es más sutil y sus planos más estáticos. Es verdad que Celeste está siempre al borde del ataque de nervios y que la cámara a veces intenta seguirle el ritmo. Pero luego mantiene cierta distancia, no entramos de lleno en la vorágine de la diva. Es por eso que Vox Lux termina planteando un sistema dialéctico, donde todo el aparato novelístico (la narración, los capítulos, la tipografía, el forzado contexto histórico) entra en conflicto con la relativa modestia de lo que, finalmente, se plasma en la pantalla. Como si lo épico ya no tuviera cabida en el mundo posmoderno. Por más que la película sea un “Retrato del siglo veintiuno”, por más que lo personal se mezcle con lo histórico, sigue siendo un siglo anti-épico, fragmentado en pantallas, en el que —como dice la misma Celeste— la verdad y las palabras no importan, porque el olvido se lo lleva todo.
Vox Lux termina pareciéndose menos a las Grandes Novelas Americanas y más a un pequeño y excéntrico documental, que lleva el mismo subtítulo y que también es sobre un artista, aunque un artista del fútbol, Zidane: un retrato del siglo veintiuno. Quienes lo hayan visto recordarán que la cámara se concentra, durante los noventa minutos de un partido entre el Real Madrid y el Villarreal, casi exclusivamente en el rostro del jugador. Apenas vemos el campo de juego, mucho menos el público en las gradas o la capital española. Durante el entretiempo, hay un pantallazo de las noticias de ese día, imágenes de hambruna y guerra. Y luego regresamos a los ojos del francés, buscando la pelota y visualizando jugadas que sólo él puede ver. Curioso que ambos (autodenominados) retratos del siglo veintiuno releguen al fuera de campo el siglo que pretenden sintetizar a través de una celebridad. Quizás sea un siglo condenado a pasar desapercibido, mientras Celeste y Zidane se llevan todas las miradas y nos aportan poco más que sus propias ilusiones.